XXXIV

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Y el mes se nos estaba acabando.

¿Cuánto habíamos avanzado? ¿Cuántos pasos retrocedimos?

¿Dónde nos encontramos exactamente?


Lunes, veintinueve de junio. Un día antes del cumpleaños número cinco de Artemisa. Elena se repetía la fecha sin cesar entre la nostalgia y la felicidad, una mezcla agridulce. Su corazón se debatía entre oprimirse y brincar, entre llorar y chillar emocionada. No le permitió hacer uno u otra cosa, lo que sucedía en su corazón se quedaría ahí, solo en esa ocasión tan confusa para su corazón.

—Artemisa, Artemis —susurraba velando el sueño de su sobrina. Estaba tendida sobre su costado viendo a Artemisa enredada en sábanas, abrazando tres muñecos de peluche. La sonrisa que la niña mostraba se había replicado en los labios de Elena—. ¿Qué sueñas, pequeña?

Josefo Nicolás entró ligerito a la habitación y se sentó al pie de la cama.

—Hola, amiguito. —Dijo Elena saludándolo con la mano. Josefo Nicolás respondió con un ladrido—. ¡Silencio! La vas a despertar y es muy temprano —señaló la ventana, la cortina estaba parcialmente abierta, dejando ver una línea naranja creciendo en el horizonte—. ¿Ya ves?

Josefo Nicolás volvió a ladrar, casi pareció una risa, y sacó la lengua.

—No tienes remedio... pero no hagas ruido.

—Ese perro no entiende —dijo Romeo recargado en el marco de la puerta con una mano en la perilla y la otra en las presillas de su pantalón—. O se hace al tonto. O las dos cosas.

Elena escaneó al joven. Ya estaba vestido, solo faltaba que se hiciera el nudo de la corbata que colgaba de su cuello. ¿Iba a salir? Elena comprobó que el sol no había terminado de levantarse, ¿a dónde iba tan temprano? Elena se sentó en el borde de la cama mirándolo como si estuviera intentando leer su mente. Una mirada intensa que taladraba a Romeo, no le pudo mantener el juego, así que desvió su atención a Artemisa.

—¿A dónde vas?

—A trabajar.

Elena alzó una ceja.

—¿Tan temprano? Son las... —checó el reloj descansando en la mesa de noche— seis y quince. ¿No te puedes quedar un rato? Ni hemos desayunado. ¿Por favor?

Romeo se encogió de hombros y esbozó una sonrisa tímida.

—Te iba a decir que ya está el desayuno.

—Oh... —fue lo único que salió de su boca, que olvidó cerrar.

Romeo se dio la media vuelta totalmente satisfecho y se dirigió a la cocina.

—¡Espera! —escuchó que dijo Elena al salir de la habitación de Artemisa—. ¿A qué hora regresas?

Al alcanzarlo, brincó a sus hombros y no lo soltó hasta recibir respuesta.

—Me vas a ahorcar, mujer —masculló Romeo llevándose las manos los dedos entrelazados de Elena, estaban tan desnudos como de costumbre.

Los adornaré con anillos, aunque uno puede ser suficiente si es el correcto, pensó soltando las manos de Elena para luego hacerla girar como princesa hasta detenerla por la cintura con su mano firme. Elena dibujó con su dedo la silueta de los labios sonrientes. El tacto lo hechizaba, se le hacía complicado no atacarla a besos teniéndola tan cerca.

—¿En qué pensabas antes de sonreír hambriento? Cuando tu sonrisa tiraba a lo soñador.

—En adornos para las manos.

El juego de Artemisa | COMPLETAWhere stories live. Discover now