Capítulo VII

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  Al día siguiente, los acontecimientos de esta noche me parecieron casi un sueño paradisíaco.

– Sin duda te sentirás un tanto derrengado, después de tanto...

–¡Derrengado! ¡En absoluto! Me sentía en plena forma, y tan ligero como las alondras, que aman sin jamás sentir la saciedad del amor. Hasta entonces, el amor que las mujeres me procuraban jamás había logrado rebajarme los nervios.
Se trata de un acto del que estamos físicamente necesitados. Pero la concupiscencia que en aquel momento me embargaba, venía a añadir al acto físico una expansión de espíritu y una armonía de todos mis sentidos sin parangón posible.

El mundo, que hasta entonces me había parecido frío, sombrío y desolado, se había pasado de pronto a –para mí– un edén; el aire, aunque el termómetro hubiera descendido considerablemente, era ligero y perfumado; el sol –disco de pálido cobre, más parecido al trasero de una piel roja que a la esplendente cara de
Apolo –brillaba para mí en toda su gloria; y hasta la oscura niebla, que a las tres de la tarde comenzaba a extender sus sombras por la ciudad, me parecía en aquel momento un vapor ligero que, velando toda la posible fealdad, daba un carácter fantástico a la naturaleza y al hombre un aspecto confortable y suave.

Tales son los poderes de la imaginación.

Se ríe, ¿verdad? Don Quijote no fue el único que tomó por gigantes a los molinos de viento y a la Maritornes por princesa. Si su frutero no toma jamás a los nabos por manzanas, ni el dueño de su tienda de coloniales confunde jamás el café con la mostaza, o las lentejas con las ciruelas, es porque se trata de gente falta de imaginación, que sopesa cada cosa en la báscula de la razón.

Intente usted encerrarlos en una cáscara de nuez y verá si estiman o no a los monarcas del mundo. Al revés que Hamlet, ven las cosas por su lado realista. Lo que yo jamás hice. Aunque debo confesar que mi padre murió loco.

Como quiera que sea, la anterior sensación de abatimiento y disgusto por la vida, habían desaparecido. Me sentía alegre, contento, feliz. DongHae era mi amante y yo lo era suyo.

Lejos de sentirme avergonzado de mi crimen, hubiera querido proclamarlo ante el mundo entero. Por primera vez en mi vida comprendía la locura de los enamorados que entrelazan sus iniciales. Hubiera querido grabarla sobre la corteza de todos los árboles, para que los pájaros, al verlas, piaran ante ellas de la mañana a la tarde; para que la brisa hiciera susurrar en su honor el murmullo de las hojas. Hubiera deseado escribir esas iniciales en la orilla del mar, sobre la arena, para decir al océano mi amor, y que él pudiera murmurarlo para siempre.

– Yo bien hubiera creído que, una vez pasada la embriaguez del momento, usted se hubiera sentido avergonzado de tener a un hombre por amante.

– ¿Y por qué? ¿Había acaso cometido un crimen contra natura, cuando mi propia naturaleza encontraba en ello paz y felicidad? Si así era, sería culpa de mi sangre, de mi temperamento, y no culpa mía. ¿Quién planta las ortigas que nacen en mi jardín? No yo, ciertamente, y, sin embargo, nacen allí, no se sabe cómo, desde siempre. Yo sentí el molesto escozor de esta tendencia en mi carne, antes de poder comprender su causa, y, habiendo yo intentado refrenar mi concupiscencia, ¿era culpa mía que en la balanza de mi carácter el platillo de la razón pesara menos que el de la sensualidad? ¿Tenía acaso yo culpa de que mi pasión reinara sobre mi sensualidad? ¿No me había demostrado claramente el destino que podía elegir un camino más agradable que arrojarme al río? Había cedido al destino, y, habiéndolo hecho, nadaba ahora a favor de sus aguas lleno de alegría.

Por otro lado, jamás he dicho como Yago: "La virtud es una aflicción". No, la virtud posee el dulce sabor del pescado; pero el vicio de la pequeña gota de ácido prúsico, igualmente deliciosa. La vida, sin mezclas, sería por completo insípida.

– Sin embargo, al no haber sido iniciado en la sodomía, como la mayor parte de nosotros, durante los años de colegio, yo pensaba que el acto de entregar su cuerpo a un hombre lo llenaría de repugnancia.

– ¿De repugnancia? Pregunte usted a cualquier virgen si lamenta haber entregado su virginidad al elegido de su corazón. Ha perdido un tesoro más valioso que todas la riquezas de Golconda; ya no es lo que el mundo llama un ser puro, sin mancha, inmaculado, y si no sabe fingir, la sociedad, compuesta, como usted bien sabe, de castos lirios, la marcará con un nombre infame; los crápulas la perseguirán, y los puros le volverán la cabeza con desprecio. Y sin embargo, ¿lamentará esa muchacha haber entregado su cuerpo a cambio de un poco de amor, a cambio de lo único que hace soportable la vida? No, ¿verdad? Pues yo tampoco. ¡Que los cerebros resecos y los corazones estrechos me maldigan! No me preocupa...

Cuando al día siguiente volvimos a vernos, no quedaba en nosotros el menor rastro de fatiga, y ambos nos precipitamos uno en brazos del otro, cubriéndonos de besos, porque nada aumenta tanto el fuego amoroso como una corta separación.

¿Qué es lo que hace tan insoportables los lazos conyugales? Sin lugar a duda la gran intimidad, los detalles prosaicos, la trivialidad de la vida material de cada día.
Hace falta que la joven esposa ame muy profundamente a su marido para no experimentar decepción alguna cuando lo ve despertarse, después de un noche entera de ronquidos, descuidado, sin rasurar, en pijama y pantuflas; cuando lo oye carraspear y escupir, como los hombres tienen costumbre de hacer, y emitir ruidos aún peores.

Y no menos decepcionado debe quedar el marido, cuando no lleno de positiva repugnancia al contemplar el sexo de su mujer, pocos días después de las nupcias, estrechamente envuelto en paños sangrantes.

¿Por qué la naturaleza no nos ha hecho ser como los pájaros, o mejor, como esos insectos efímeros que no viven más que un solo día, pero un largo día de amor?

Al día siguiente de aquel venturoso encuentro, DongHae aparecía en concierto de gala, y esta vez se superó en el piano. Aún no habían las damas terminado de agitar sus pañuelos y arrojar flores al escenario, cuando, escapando a las felicitaciones de un grupo de admiradores, vino a unírseme al coche que lo esperaba a la salida del teatro, para llevarnos a su casa. Pasé de nuevo la noche con él, otra noche sin sueño, pero llena de inefables caricias.

Como verdaderos fieles del antiguo dios griego, ofrecíamos a Príapo siete copiosas libaciones, porque siete es un número místico, cabalístico y favorable, y por la mañana nos separamos uno del otro, jurándonos fidelidad y amor eternos.

Pero es bien sabido que nada hay inmutable en este mundo, como no sea el eterno sueño de la noche eterna.

– ¿Y su madre, HyukJae? ¿Qué pensaba ella de todo esto?

– Ella notó rápidamente mi transformación. Pero en lugar de ser una de esas damas ceñudas y quisquillosas, que no encuentran reposo en parte alguna, estaba siempre de buen humor y atribuía mi cambio a los tónicos que últimamente ingería, sin sospechar ni por asomo la verdadera naturaleza de los tónicos que me vivificaban. En último extremo, sospechaba quizá que tenía alguna relación secreta, pero, siendo su costumbre no mezclarse jamás en mis asuntos privados, pensó que éste era el momento de solar finalmente mis amarras, y me dejó hacer a mi albedrío.

– En definitiva, que era usted un hombre dichoso.

– Sí, pero la felicidad perfecta no dura mucho tiempo. El infierno tiene su boca en el umbral mismo de los Cielos, y un paso en falso hace pasar sin transición de las delicias del Cielo a los tormentos del Erebo. Así me ocurrió a mí aquel preciso instante de mi vida. Quince días después de esta memorable noche de enervantes delicias, me desperté hundido en un abismo de desgracias, habiéndome dormido en la más total felicidad.

Una mañana, pues, al bajar a desayunar, encontré sobre la mesa un sobre a mi nombre, traído la tarde anterior por el cartero. Jamás recibía correspondencia en mi caso, no teniendo en general otra que la de negocios, que solía recibir en mi oficina. La letra, por lo demás, me era desconocida. «Debe ser de algún cliente», me dije, mientras extendía la mantequilla sobre el pan. Finalmente me decidí a abrir el sobre. En el interior había una carta con dos líneas, sin firma ni dirección.

– ¿Y...?

– ¿Ha colocado alguna vez usted, por accidente, la mano sobre una potente batería eléctrica y recibido ese choque que durante un momento deja a uno inconsciente? Si lo ha hecho, podrá hacerse una leve idea del efecto que este trozo de papel produjo en mis nervios. Me sentí fulminado. Tras leer aquellas dos líneas, la mirada se me nubló y perdí de vista todos los objetos que a mi alrededor había en la habitación.

– ¡Diablos! ¿Y qué era lo que de tal modo lo aterrorizó?

– Nada más que estas dos abominables frases que para siempre han quedado grabadas en mi memoria:

«Si no abandona el amor de T..., será denunciado como enculé» (Término vulgar del argot francés que literalmente quiere decir "hecho por el culo" refiriéndose a los actos sodomitas homosexuales de los protagonistas.)


Esta horrible e infame amenaza anónima, en su crudo cinismo, llegaba de forma tan repentina, que fue para mí, como dicen los italianos, como un trueno en medio de un día soleado.

Sin sospechar su contenido, había abierto al descuido la carta en presencia de mi madre; pero, apenas hube leído estas líneas, caí en un estado de postración tal, que no fui capaz ya de sostener siquiera el pequeño trozo de papel que contenía la carta.

Mis manos se agitaron como hojas movidas por un vendaval. ¿Qué digo? El cuerpo entero, convertido en un manojo de nervios desatados, quedó sacudido por un fuerte temblor, sintiéndome traspasado de miedo y de vergüenza. Mis labios temblaban igualmente, y un sudor frío comenzó a perlar mi frente; debía presentar una palidez mortal.

Intenté, con todo, dominar mi emoción. Me llevé una cucharada de café a la boca, pero antes de que hubiera conseguido acercarla a ella, me atraganté y la dejé caer. Los bandazos de un barco en medio de la tormenta me hubieran producido sin duda menos náuseas. Y ni siquiera Macbeth, ante la sombra de Banquo, debió sentirse tan aterrado.

¿Qué podía hacer? ¿Aceptar ser tratado de sodomita ante los ojos del mundo, deshonrado, perseguido, tal vez condenado, o abandonar al hombre que amaba más que a mi propia vida? A cualquiera de estas dos eventualidades, preferiría yo la muerte.

– Sin embargo, acaba usted de decirme que hubiera deseado gritar a todo el mundo su amor por el pianista.

– Es cierto, y no me desdigo de ello. ¿Pero ha entendido usted alguna vez las contradicciones del corazón humano?

–Sin embargo, usted no considera la sodomía como un crimen, ¿o sí?

– En modo alguno. ¿Hago con ello algún mal a la sociedad?

– ¿Por qué, pues, se sentía usted tan aterrado?

– Porque es preciso salvar a todo precio las apariencias, guardar la respetabilidad.

– Sí, es cierto. Tiene usted razón. ¿Y sabe quién era el autor de este billete?

– ¿Quién? El cerebro se me llenó de nombres en aquel momento, espectros innumerables, tan terribles e impalpables como la Muerte de Milton; todos ellos apuntando hacia mí con su dardo mortal. Llegué incluso a imaginarme que pudiera ser DongHae, que quería así probarme, y medir de este modo la extensión de mi afecto por él.

– Pero era la condesa. ¿No es así?

Fue la primera persona en quien pensé. DongHae no era hombre a quien pudiera amarse a medias, y una mujer loca de amor es capaz de cualquier cosa; sin embargo, me parecía poco probable que una dama se atreviera a servirse de arma semejante; además, se hallaba ausente de Londres. No, no podía ser la condesa.

– ¿Quién entonces?

– Todos y ninguno. Durante varios días, los tormentos que padecí fueron tales, que creí volverme loco. Mi estado de nervios aumentó hasta el punto de que temía salir de mi casa por miedo a encontrarme con el autor de aquellas líneas abominables.

Como Caín, tenía la impresión de llevar mi crimen grabado sobre la frente. Creía ver una expresión de repugnancia en cada rostro que cruzaba. Me sentía señalado por todos con el dedo, mientras una voz, lo suficientemente fuerte para ser oída por todos, proclamaba: ¡He ahí a un sodomita!

Un día, dirigiéndome a mi oficina, oí detrás de mí los pasos de un hombre. Yo apreté el paso, y él hizo lo mismo. Eché entonces a correr. Y, de pronto, una mano se abatió sobre mi hombro. Yo creí desvanecerme de terror, y esperaba oír ya las terribles palabras: «Queda usted detenido en nombre de la ley, por sodomita».

Y, sin embargo, no era más que un simple amigo que pretendía hacerme una pregunta banal.

El solo ruido de la puerta me hacía echar a temblar, y la visión de una carta me llenaba de terror.

¿Era tal vez mi conciencia que me abrumaba de reproche? No, era simplemente el miedo, el más abyecto miedo, sin sombra de remordimiento. ¿Acaso no es cierto que un sodomita puede ser enviado a prisión?

No crea usted que me sentía acobardado, pero después de todo, ni el más valiente de los hombres es capaz de hacer frente a un enemigo que no se muestra. La idea de que la mano de un enemigo desconocido se halla siempre suspendida sobre vuestra cabeza, dispuesta a asestar el golpe mortal, resulta insoportable.

Hoy día puede ser usted un hombre sin tacha, y mañana, una palabra, una simple palabra pronunciada en la calle contra usted por un bribón solapador, o un suelto incluido en un periódico cualquiera por uno de esos bravi de la prensa, puede terminar con su reputación para siempre.

– ¿Y su madre?

– Cuando abrí la carta, se hallaba distraída, y no reparó en mi palidez hasta algunos minutos después. Yo le dije que no me sentía bien y, al observar las gotas de sudor que perlaban mi frente, no le costó demasiado trabajo creerme. Llegó a temer, incluso, que hubiese podido coger alguna enfermedad.

– ¿Y DongHae, que dijo de ello?

– No pasé por su casa aquel día, y le envié un mensaje para anunciarle que iría a verlo al día siguiente.

¡Qué noche pasé! Me mantuve en vela tanto tiempo como me fue posible, temiendo meterme en la cama y ser atrapado en ella. Finalmente, fatigado, y no pudiendo aguantar más el sueño, me desvestí y me acosté; pero mi cama me hacía el efecto de una máquina eléctrica, que alteraba todos mis nervios, sin conceder reposo a mis músculos.

Me agité durante algún tiempo, revolviéndome entre las sábanas; sentía cómo la locura iba ganando terreno en mí; entonces, levantándome, fui de puntillas hasta el comedor y me subí a mi cuarto una botella de coñac. Me bebí medio vaso de coñac y volví a meterme al lecho.

Poco habituado como estaba a las bebidas alcohólicas, caí pronto profundamente dormido, pero ¡que sueños! Me desperté en mitad de la noche, soñando que Yoona, nuestra sirvienta, me acusaba de haberla asesinado, mientras yo me hallaba ante un tribunal.

Me levanté, me serví otro vaso de coñac y encontré en él de nuevo el olvido, si no el reposo.

Tan pronto se hizo de día, envié un mensaje a DongHae para decirle que ese día tampoco podría ir a verle, por más que ardiese en deseos de hacerlo; pero, al día siguiente, viendo que tampoco iba a visitarlo, tomó él la iniciativa.

Sorprendido al observar el cambio físico y moral que se había operado en mí, pensó de inmediato que algún amigo común lo había calumniado; para tranquilizarlo, le enseñé la horrible carta, que me producía el mismo efecto que tener en la mano una víbora.

Aunque más ducho que yo en estas cuestiones, DongHae frunció las cejas y su cara adquirió un tono lívido. Luego, tras haber permanecido un momento pensativo, examinó la carta, y se llevó el sobre a la nariz para reconocer el olor. Una expresión gozosa sustituyó entonces la expresión primera.

– ¡Ya lo tengo, ya lo tengo! No tengas ningún miedo. ¡El perfume de rosas! Ya sé de quién proviene.

– ¿De quién?

– Adivínalo.

– De la condesa.

DongHae volvió a fruncir el ceño.

– ¿La condesa? ¿Y cómo la conoces?

Se lo conté todo, y cuando hube terminado, me tomó entre sus brazos, señal de que me perdonaba, y me dijo:

– He intentado todos los medios para olvidarte, HyukJae, y ya ves si lo he logrado. La condesa está a centenares de leguas de aquí, y jamás volveremos a vernos.

Mientras él pronunciaba estas palabras, mis ojos se detuvieron en un hermoso brillante amarillo, una "piedra de luna" que llevaba en su dedo meñique.

– Es un anillo de mujer. ¿Fue ella quien te lo dio?

Él no respondió.

– ¿Querrías llevar éste en su lugar?

El anillo que yo le ofrecía era un camafeo antiguo, exquisitamente trabajado y rodeado de brillantes, pero cuyo principal mérito, a mis ojos, era el de representar la cabeza de Antinoo.

– Pero es una joya de un precio inestimable, porque esta cabeza se te parece.

Yo me eché a reír.

– ¿Por qué te ríes?

– Porque esos rasgos son los tuyos.

– Es posible, nuestras caras, como nuestros gustos, son similares. ¿Quién sabe?
Tal vez tú eres mi "doble", y la desgracia, entonces, caerá sobre uno de nosotros.

– ¿Por qué?

– Se dice en mi país que un hombre jamás debe encontrar a su alter ego, ya que esto traerá la desdicha a uno de los dos, si no a ambos.

Al oír esto, yo me estremecí; luego, añadió sonriendo:

– Soy muy supersticioso, ya los sabes.

– Pase lo que pase, que este anillo, como el de la Reina Virgen, sea tu mensajero si alguna vez la desgracia llega a separarnos. Envíamelo, y te juro que nada podrá separarme de ti en ese momento.

El anillo estaba ya en su dedo, y yo en sus brazos. Un beso selló nuestro pacto.
Entonces él comenzó a murmurarme al oído palabras de amor, con una voz dulce, cadenciosa, parecida al eco lejano de los sonidos que se escuchan en los sueños, que luego uno recuerda de manera borrosa. Estas palabras ascendían a mi cerebro como el aroma embriagador de un filtro amoroso. Aún las oigo resonar en mis oídos, y al recordarlas siento recorrer mi cuerpo un estremecimiento de lujuria, el deseo insaciable que DongHae sabía despertar en mí, hasta abrasarme la sangre.

Se hallaba sentado a mi lado, con su hombro apoyado en mi hombro. Pasó primeramente su mano sobre la mía, tan suavemente que apenas llegué a sentirla; lentamente, sus dedos se enlazaron con los míos, como si deseara tomar posesión de mí, milímetro a milímetro. Luego, con una de sus manos, rodeó mi cintura, y con la otra mi cuello, mientras sus dedos se paseaban por mi hombro, provocándome deliciosas cosquillas.

Nuestras mejillas se rozaron, y este contacto imperceptible me hizo sentir en todo el cuerpo, principalmente en la espalda, un agradable respingo. Nuestras Bocas se tocaban, y sin embargo no intercambiábamos ningún beso; sus labios rozaban los míos, para hacerme aún más sensible la profunda afinidad de nuestras dos naturalezas.

El estado de nerviosismo de los últimos días había sobreexcitado mis sentidos. Y yo aspiraba a sentir ese placer refrescante que alivia el ardor de la sangre y calma el cerebro; pero DongHae parecía dispuesto a prolongar mi fiebre, a hacerme alcanzar gradualmente esa sensualidad desesperada que toca con la locura.

Finalmente, cuando nos fue ya imposible esperar por más tiempo, arrojamos al suelo nuestras ropas, y, desnudos ya ambos, nos enlazamos como dos serpientes, intentando tomar cada uno lo más que podía de la carne del otro. Yo sentía como si todos mis poros fueran otras tantas pequeñas bocas que se apretaban contra él para besarlo.


– ¡Tómame! ¡Aplástame! ¡Apriétame más fuerte! ¡Más fuerte aún! Para que pueda gozar de todo tu cuerpo – murmuré yo.

Mi verga, dura como una barra, se deslizó entre sus piernas donde, sintiéndose presa, comenzó a soltar algunas gotas viscosas.

Viendo mi tortura, DongHae se apiadó de mí, e inclinando su cabeza sobre mi pene, comenzó a lamerlo.

Yo me negué a gustar aquel placer a medias, es decir, a gozar yo solo. Ambos, pues, cambiamos de posición, y en un abrir y cerrar de ojos yo encontré mi boca llena con el mismo manjar que colaba la suya.

Pronto esa leche acre como la savia de la higuera o del eucalipto, ese jugo espeso que parece salir del cerebro o de la médula espinal, saltó en un chorro, y una corriente de fuego recorrió todas mis venas, mientras mis nervios vibraban como por efecto del choque de una batería eléctrica.

Cuando hube absorbido la última gota del fluido espermático y, en el paroxismo del placer, el delirio de la sensualidad se hubo calmado, me sentí roto, aniquilado; y un agradable sopor me invadió durante algunos momentos, mientras mis ojos se cerraban en un dichoso olvido.

Cuando volví a recobrar mis sentidos, mi mirada volvió a fijarse en el abominable anónimo. Todos los antiguos temores volvieron a saltar en mi cerebro, y me pegué contra DongHae, como buscando protección.

– Sin embargo –le dije –, aún no me has dicho el nombre del autor de la carta.
– ¿El autor? El hijo del general, naturalmente.

– ¡Cómo! ¿Siwon?

– ¿Quién puede ser sino él? Nadie más que él sospechaba de nuestro amor. Siwon, estoy seguro, nos ha estado acechando. Por otro lado, no queriendo servirse de papel con membrete suyo –añadió tomando en su mano la nota –y no teniendo, al parecer, otro a mano, escribió la nota en un trozo de vitela, cortada de una hoja de dibujo. ¿Qué otro que un pintor podía hacer esto? Al tomar tantas precauciones no ha hecho más que denunciarse. Además, huélelo. Siwon está tan saturado de esencia de rosas, que todo lo que toca queda impregnado de ese perfume.

– Es verdad.

– Por lo demás, y por encima de todo, debo confesar que es perfectamente capaz de una cosa como ésta, aunque en el fondo no tenga mal corazón.

– ¡Lo amas! –exclamé yo, lleno de celos, y tomándolo por el brazo.

– No, no lo amo; simplemente le hago justicia. Por otra parte, tú lo conoces desde la infancia y debes admitir que no es un malvado.

– Pero está loco.

– ¿Loco? ¿Y quién puede decirlo? Tal vez un poco más que el resto de los hombres –dijo mi amigo sonriendo.

– ¿Tú crees que todos los hombres tienen el cerebro trastornado?

– Conozco un solo hombre que está verdaderamente sano de espíritu, y es mi zapatero. Sólo está loco una vez por semana, los domingos, cuando se emborracha.

– Bien. No hablemos, pues, de locura. Mi padre murió loco, y supongo que tarde o temprano...

– Es preciso que sepas– dijo DongHae interrumpiéndome –que Siwon ha estado durante mucho tiempo enamorado de ti.

– ¡De mí!

– Sí, pero él se imagina que tú lo detestas.

– Jamás, es verdad, le he tenido la menor afición.

– Ahora que su capricho ha pasado, supongo que querría tenernos a los dos, para formar una especie de trinidad amorosa.

– ¿Y crees que ha tomado el camino más adecuado para llegar a tal fin?

– En el amor, como en la guerra, todo está permitido, y tal vez para él, como para los jesuitas, el fin justifica los medios. En todo caso, puedes olvidar por completo esa carta, y pensar que no fue más que el fruto de un mal sueño.

Cogiendo entonces aquel miserable trozo de papel, lo colocó sobre las cenizas del brasero: la carta maldita se retorció, chasqueó, y una llama instantánea la redujo a la nada. Pronto no fue más que un pequeño jirón negro, aplastado, recorrido por minúsculas serpientes de fuego persiguiéndose y devorándose entre sí. Una bocanada de aire lo elevó luego por el tiro de la chimenea, hasta desaparecer como un pequeño demonio negro.

– Me pareció como si nos lanzara una amenaza antes de desaparecer—hice observar a mi amigo–. Sólo espero que Siwon no se interponga jamás entre nosotros.

– Podemos desafiarlo –respondió él sonriendo.

Y tomando a la vez mi pene y el suyo, se puso a menearlos a ambos.

– Éste es el exorcismo más eficaz que se emplea en Italia contra el mal de ojo.
Pero no tengas miedo, sin duda en este momento Siwon ya nos ha olvidado, y ni siquiera recuerda esa absurda nota.

– ¿Qué te hace suponer eso?

– Que ha encontrado otros amores.

– ¿Quién? ¿El oficial de colonias?

– No, un joven árabe. Se deja adivinar fácilmente, viendo el cuadro que pinta últimamente. Hace algún tiempo no pensaba sino en realizar un cuadro sobre el tema de las tres Gracias, que, según él, no son sino la trinidad del tribadismo.

Algunos días más tarde, encontramos a Siwon en el Foyer de la Ópera. Tan pronto nos divisó, giró la cabeza, pretendiendo no habernos visto. Yo iba a hacer lo mismo, pero DongHae me dijo:

– No, vamos a hablarle, para que nos dé una explicación. En estos negocios lo mejor es no demostrar el menor temor. Enfrentarse astutamente al enemigo es tener ganada media batalla.

Y diciendo esto, me condujo hacia Siwon, y le tendió la mano:
–Y bien, ¿qué es de tu vida últimamente? Hace un siglo que no nos vemos.

– Naturalmente –replicó él –, los nuevos amigos hacen olvidar a los antiguos.

– Como ocurre con los nuevos cuadros y los viejos. Y a propósito, ¿con qué cosa ocupas caballete últimamente?

– ¡Oh!, ¡algo soberbio! Un tema que causará sensación.

– ¿Qué tema?

– Jesucristo.

– ¿Jesucristo?

– Sí, desde que conozco a Heechul, he podido hacerme una idea exacta de la fisonomía del Salvador. A vosotros también os encantaría si vieras sus ojos negros, magnéticos, con sus largas pestañas de color azabache.

– ¿Nos encantaría qué –preguntó DongHae –, Heechul o Cristo?

– ¡Cristo, naturalmente! – dijo Siwon, encogiéndose de hombros –. Podríais, al verlo, calibrar la influencia que debió tener sobre las masas. Mi sirio no tiene siquiera necesidad de dirigiros la palabra, con sólo levantar los ojos podéis penetrar el fondo de sus pensamientos. Cristo no se desgañitaba para hablar a las muchedumbres. Se limitaba a escribir sobre la arena, para someter el mundo a su ley. Así que, como acabo de deciros, representaré a Heechul como el Salvador, y a ti – añadió dirigiéndose a DongHae –, como Juan, el discípulo amado, pues la Biblia dice claramente, y repite una y otra vez, que amaba a su discípulo favorito.

– ¿Y cómo lo pintarías?

– Cristo estará de pie, abrazado a Juan, que se aprieta contra él y apoya su cabeza sobre el pecho del amado. Habrá, naturalmente, algo de dulce femenino en la mirada y la actitud del discípulo; pero tendrá tus ojos violeta de visionario y tu boca voluptuosa. Acostada a sus pies habrá una de las numerosas magdalenas adúlteras, pero Cristo y el "otro" (así se titula Juan a sí mismo, como si fuera el amante de su maestro) la contemplan con un aire a la vez de desprecio y de piedad.

– ¿Crees tú que el público captará tu idea?

– Cualquier persona con un mínimo de sentido la captará. Por otro lado, y para aclarar aún más mi idea, le añadiré una pareja, para formar un díptico con ambos:

Sócrates, el Cristo griego, acompañado de su discípulo Alcibíades. La mujer, en este caso, será Jantipa.

Y volviéndose hacia mí, añadió:

– Tienes que prometerme venir a posar Alcíbíades.

– Sí – dijo DongHae –, pero con una condición.

– ¿Cuál?

– Que me respondas una cuestión.

– Dila.

– ¿Por qué escribiste esa nota a HyukJae?

– ¿Qué nota?

– Confiésalo. No disimules.

– ¿Y cómo sabes que fui yo?

– Al igual que Zadig, he visto el rastro de las orejas del perro.

– Pues bien, ya que sabes que fui yo, hablaré francamente. Estaba celoso.

– ¿Celoso de quién?

– De los dos. Sí, de vosotros dos. ¡Podéis reíros!, pero es la verdad.

Y dirigiéndose a mí:

– Te conocí cuando ambos éramos más que dos niños, y jamás obtuve nada de ti
–y al decir esto hizo chasquear la uña del pulgar contra sus dientes –, mientras que él llegó, vio y venció. Ya llegará el momento. Entre tanto, no os guardo ningún rencor, vosotros tampoco, espero, por tan estúpida amenaza.

– ¿Tú sabes los días agobiadores y las noches sin sueño que me has hecho pasar?

– ¡Ah, sí! Lo siento, de verdad. Perdóname. Pero ya sabes que estoy un poco flojo de tuercas, al menos eso es lo que todo el mundo me dice –exclamó, cogiéndonos a ambos de la mano –. Y ahora que hemos vuelto a ser amigos, es preciso que vengáis a mi próxima recepción.

– ¿Cuándo será? –preguntó DongHae.

– Del martes en ocho. En cuanto a ti, HyukJae, te presentaré a una banda de gentiles compañeros que estarán encantados de conocerte, y mucho de lo cuales se asombrarán de que no formaras parte de nuestro grupos desde hace tiempo.

La semana pasó rápidamente, y la alegría del acontecimiento me hizo olvidar la terrible ansiedad que me había producido la carta de Siwon.

Pocos días antes de la fecha fijada para la fiesta, DongHae me preguntó que cómo nos vestiríamos.

– ¿Cómo? ¿Pero es que es una fiesta de máscaras?

– Cada uno se disfrazará según su fantasía y sus gustos; unos de soldados, otros de marineros; los habrá que vayan vestidos con mallas de danza, y otros, sencillamente, de caballeros. Hay individuos que, aunque enamorados de su propio sexo, gustan vestirse de mujeres. No siempre "el hábito hace al monje" resulta ser un proverbio veraz, ya que, entre los pájaros, por ejemplo, es el macho el que despliega su hermoso plumaje ante la hembra, para cautivarla.

– ¿Y con qué disfraz te gustaría a ti verme? – le pregunté yo –. Ya que tú eres el único a quien deseo complacer.

– Con ninguno.

– ¿Pero cómo ninguno?

– ¿Te daría vergüenza mostrarte desnudo?

– ¡Tocado!

– Bueno, pues si no, en traje de ciclista; es un vestido que hace resaltar muy bien las formas.

– Bien... ¿y tú?

– Yo siempre me visto como tú. Ya los sabes.

La tarde en cuestión, un coche de alquiler nos condujo al taller del pintor, cuya entrada estaba, si no del todo a oscuras, al menos levemente iluminada. DongHae llamó a la puerta, dando tres golpes y, un instante después, el mismo Siwon salió a abrir.

Cualesquiera que fueran las manías del hijo del general, sus manera nunca dejaban de ser las de un perfecto caballero; su imponente fisonomía hubiera cuadrado perfectamente a la majestad de una gran rey; y su cortesía no tenía rival; poseía, en verdad, todas las ventajas externas que, según Sterne, inspiran el amor a primera vista.

DongHae lo detuvo cuando estaba a punto de introducirnos en la gran sala.
– Un momento –dijo –. ¿No podría HyukJae echar previamente una ojeada a los componentes de tu harén? Ya sabes que es aún neófito en la secta de Príapo. Yo soy su primer amante.

– Sí, lo sé –replicó Siwon, dando un suspiro –. Y debo decir, sinceramente, que podrías muy bien no ser el último.

– No estando acostumbrado a este tipo de revelaciones, ten en cuenta que podría muy bien emprender ahora mismo la huida como José hizo con la esposa de Putifar.

–Es verdad. Venid, por favor, por aquí.

Y, diciendo esto, nos condujo por un estrecho pasadizo que llevaba a una escalera de caracol, por donde se desembocaba a una antiguo mujarabi traído por su padre de Túnez o de Argel.

– Desde aquí podréis ver sin ser vistos. Pero apuraos un poco, que la cena va a ser servida pronto.

Una vez que me hube acomodado en aquella especie de cabina, y tras echar una primera mirada sobre la sala, quedé durante un momento, si no deslumbrado, sí al menos estupefacto y maravillado, sintiéndome transportado a un país de hadas.

Un millar de lámparas de las más diversas formas difundían su luz en este casto estudio cegadoramente iluminado. Había bujías de cera sostenidas sobre cráneos japoneses o sobre candeleros de bronce o plata cincelados, procedentes del pillaje de iglesias españolas; lámparas octogonales de forma estrellada, sustraídas de mezquitas y sinagogas de Oriente; trípodes de hierro adornados con fantásticas labores de forja; y candelabros dotados de espejos reflectantes, que orientaban su luz sobre los dorados cuadros holandeses o las mayólicas de Caste-Durante.

Numerosas pinturas, representando las más lascivas escenas, cubrían los muros de la gran sala, pues Siwon, dueño de una inmensa fortuna, pintaba sólo para su propio entretenimiento. Muchas de las escenas no pasaban de ser esbozos sin concluir, consecuencia de la versátil imaginación del autor, que no podía permanecer demasiado tiempo con un mismo tema, ni entretenerse demasiado con un mismo género de pintura.

En algunas de sus imitaciones de frescos libidinosos de Pompeya, había intentado recoger los secretos del arte antiguo. Muchas de sus pinturas estaban ejecutadas con minucioso cuidado, y presentaban la impronta poderosa de un Leonardo Da Vinci; otras, en cambio, parecían pasteles de Greuze, o estaban ejecutadas con las delicadas tintas del pincel de un Watteau. Las carnaciones presentaban a veces los matices dorados de la escuela Veneciana, mientras que otras...

– Por favor, déjese de disquisiciones sobre los cuadros de Siwon, y hábleme de las escenas más realistas.

– Bien. Tumbados sobre sofás tapizados con antiguos damascos de tintas pálidas y dotados de enormes cojines hecho con casullas bordadas en oro y plata, y sobre divanes persas y sirios, recubiertos con pieles de león y pantera, o bien, sobre colchones recubiertos con pieles de gatos salvajes, jóvenes de hermoso rostro, casi todos desnudos, se reunían en grupos de dos o tres, adoptando las posturas más lascivas que la imaginación pueda concebir, y tales como sólo es posible encontrar en lupanares de varones de la vieja España o del vicioso Oriente.

El conjunto era digno de un cuadro, y, como ya antes he dicho, el taller contenía un museo digno de Sodoma y Babilonia. Telas, estatuas, bronces, escayolas, terracotas, obras maestras del arte de Pafos, o priapeos colocados sobre brocados de seda, mezclados con relucientes cristales, cerrados esmaltes, porcelanas del Japón, yataganes persas, alfanjes turcos con la empuñadura y la vaina llenas de hermosas filigranas de plata y oro, e incrustadas de coral y turquesa, y otras piedras preciosas aún más ricas y brillantes.

Enormes vasos de porcelana china dejaban asomar helechos de alto precio, y admirables palmeras indias, recubiertas de plantas colgantes, mientras riquísimas macetas de Sevres cobijaban en su interior flores de las selvas americanas, de aspecto algodonoso, y cactos nilóticos, y, mientras, desde el techo un gran cedazo lleno de pétalos de rosas rojas y rosadas dejaba caer parte de su contenido de tanto en tanto, mezclando su embriagador perfume con el que, en blancas espirales, se elevaba desde los sahumerios y los braseros de incienso.

Los sonidos de esta atmósfera sobrecargada, el murmullo de los suspiros, los gritos de placer y el ruido de los besos, testimonio de una lujuria joven e insaciable, me inflamaban el cerebro. Mi sangre ardía a la vista de aquellas actitudes lascivas que componían enloquecedores priapeos, de aquel refinamiento alimentado por el paroxismo del ludibrio, cuya consecuencia no podía ser otra que el saciamiento, la distensión de todos los músculos y la fatiga física y cerebral de los actores de aquellas escenas, cuyos muslos desnudos se hallaban sembrados de gotas de esperma y de sangre.

Me parecía hallarme perdido en una de esas selvas tropicales en las que todo lo que es bello procura una muerte instantánea, y en las que enormes monstruos reptiles, entrelazados, adoptan la forma de atractivas guirnaldas de flores, o en las que las más bellas corolas, al abrirse, destilan gota a gota un rocío emponzoñado.

Todo en aquella escena parecía hecho para complacer a la vista y hacer hervir la sangre. De repente:

– Mira allí –dije a DongHae –, hay también dos mujeres.

– No –respondió DongHae –. Las mujeres nunca son admitidas en nuestras reuniones.

– Pero, mira esa pareja... ese hombre desnudo que hunde su mano entre las piernas de la muchacha que se aprieta contra él.

– Son dos hombres.

– ¡Cómo! ¡Y también esa otra de tez brillante y cabellos teñidos de rojo veneciano!
¿No es ésa acaso la vizcondesa de P...?

– Sí, la Venus de Ille, como habitualmente se le llama, y el vizconde está allí, escondido en aquel rincón... ¡La Venus de Ille es un hombre!

Yo me quedé estupefacto. Lo que yo había tomado por una mujer se asemejaba a un bronce soberbio, tan pulido como una de esas estatuillas japonesas, moldeadas en cera, pero coronadas con una cabeza de cocotte parisiense, completamente maquillada y empolvada.

Cualquiera que fuera el sexo de aquella extraña criatura, "ella" o "él" llevaba traje largo tornasolado que, a plena luz, presentaba un color oro pálido, y entre las sombras adoptaba un tinte verde oscuro, con los guantes y las medias de seda hechos del mismo material que el traje, y tan estrechamente ceñidos los brazos de redondeadas formas y a las piernas perfectamente torneadas, que toda su figura presentaba la firmeza de una estatua de bronce.

– Y aquella otra de la gargantilla y los broches negros, envuelta en un vestido de terciopelo azul, con la espalda y los brazos desnudos. ¿También esa hermosa mujer resulta ser un hombre?

– Sí, un marqués italiano auténtico, como podrás comprobar por el escudo grabado en su abanico. Perteneciente además a una de las rancias familias romanas. Pero, ¡ea!, bajemos, que Siwon empieza a hacernos señas para que lo hagamos.

– ¡No, no! – repliqué yo –. Es mejor que nos vayamos.

Y, sin embargo, aquel espectáculo me producía una excitación tal que, al igual que la mujer de Lot, me sentía como petrificado, sin poder separar de él los ojos.

– Lo haré, según tu deseo –me dijo DongHae –, pero estoy convencido de que si nos marchamos ahora lo lamentarás más tarde. Por otra parte, ¿qué es lo que temes? ¿Acaso no estoy yo contigo? Nadie podrá separarnos. Permaneceremos juntos toda la noche, ya que aquí no ocurre como en los bailes normales, a donde los maridos llevan a sus mujeres para dejarlas manosear por el primer desconocido que viene a solicitar un vals. Ten la seguridad de que el espectáculo de estos excesos servirá de estimulante para nuestros propios placeres.

– Entonces, bajemos –dije yo –. Pero ¡un momento! Ese hombre con una túnica gris perla, ¿no es el sirio? Tiene unos hermosos ojos tallados en amatista.

– En efecto, ése es Kim Heechul.

– Y ese con quien habla, ¿no es el padre de Siwon?

– Sí, el general asiste a veces, por curiosidad, a las fiestas de su hijo. Vamos, ¿vienes ya?

– Espera un momento... Dime quién es aquel hombre de los ojos ardientes, que semeja la encarnación misma de la lujuria. Es como si detentara algún supremo magisterio en el arte de lo voluptuoso. Su máscara me es conocida, y, sin embargo, no sabría decir dónde lo he visto antes.

– Es un joven de buena familia que, tras haber gastado todas su fortuna en excesos sin cuento, sin llegar no obstante a dañar su salud, se alistó en los spahis para ver qué nuevos placeres podía procurarle Argelia. ¡Es un verdadero volcán!
Pero aquí está Siwon.

– ¡Y bien!, ¿pensáis pasar toda la noche en este oscuro rincón?

– HyukJae tiene vergüenza y no se atreve a bajar –respondió DongHae.

– Mejor es que os pongáis las máscaras, entonces –dijo el pintor, arrastrándonos, y nos colocó a cada uno una mascarilla de terciopelo negro.

El anuncio de que la cena estaba ya servida en la pieza vecina interrumpió todos los juegos.

Al entrar nosotros en el taller, la visión de nuestras oscuras vestimentas y nuestras negras máscaras, produjo en la concurrencia el efecto de un corte. Varios jóvenes, no obstante, nos rodearon al poco –algunos de ellos viejos conocidos –, para darnos la bienvenida.

Después de algunas preguntas, DongHae fue pronto reconocido y su máscara hubo de desaparecer, pero pasó aún un buen rato antes de que alguien pudiera adivinar mi identidad. En el entretanto, yo escrutaba la parte media de los hombres desnudos que me rodeaban, muchos de los cuales tenían un vello tan espeso y extendido que llegaba a cubrirles una parte del vientre y de los muslos. Este espectáculo, totalmente nuevo para mí, me excitaba hasta el punto que a duras penas podía refrenar mis deseos de empuñar aquellos órganos tentadores; de no ser por mi amor a DongHae, creo que no hubiera hecho otra cosa en todo el tiempo.

Un pene, en concreto, el del vizconde, provocaba en mí una profunda admiración.
Su tamaño era tal que, de haberlo poseído cierta dama romana, jamás hubiera tenido que recurrir a los asnos. Por esta razón, el vizconde aterrorizaba a todas las prostitutas, y se contaba que en una ocasión, estando en el extranjero, había despanzurrado a una desgraciada, al querer hundir entero su instrumento en la vulva de aquélla; había roto el tabique que separa la vagina del conducto anal de tal modo, que la pobre criatura quedó traspasada.

Su amante, sin embargo, se le sentaba encima sin el más mínimo daño, pues tenía una de las naturalezas más elásticas, tanto naturales como artificiales, que debían existir en el mundo. El joven travestí, observando que yo parecía dudar de la naturaleza de su sexo, levantó ante mí sus faldas, mostrándome un soberbio pene rosado y blanco, nimbado de un abundante bosque de vello de oro.

En el preciso momento en que todo el mundo me pedía que me desprendiese de mi máscara, y yo me apresuraba a complacer sus deseos, el doctor Charles, habitualmente llamado por todos Carlomagno, que se frotaba contra mí como si fuera un gato, me tomó de repente entre sus brazos y me besó transportado.

– ¡Bien! Siwon, le felicito por su nueva adquisición. Ninguna presencia podía causarme más placer que la de HyukJae Des Grieux.

Tan pronto hubieron sido pronunciadas estas palabras, una mano cayó sobre mí, para arrebatarme la máscara, y diez bocas se abalanzaron contra la mía para besarme, mientras otros tantos pares de manos me acariciaban por todas partes.

Siwon, defendiéndome de este ataque, me cubrió con su cuerpo y dijo:
– Por esta noche, HyukJae es como la guinda que adorna el pastel, algo que todo el mundo puede ver, pero debe abstenerse de tocar. DongHae y él se hallan aún en plena luna de miel, y esta fiesta se celebra precisamente en su honor y en el de mi nuevo amante, Kim Heechul –y, girando en redondo, presentó a todo el mundo al joven sirio, que posaba para él como modelo de Jesucristo.

– Y ahora –dijo –, la cena.

La sala donde nos hizo entrar estaba amueblada como un triclinio, con lechos o sofás en vez de sillas.

– Amigos míos –dijo el dueño de la casa –, la cena es una poco rala, y el menú no es variado ni abundante, pero los platos son nutritivos y fortificantes. Y espero que, merced a los vinos generosos de que la mesa esta provista, y a las bebidas estimulantes de que también dispone, podréis volver a vuestros placeres con renovadas energías.

– Supongo que, a pesar de estas palabras, sería una cena digna de Lúculo.

– Apenas puedo acordarme. Todo lo que recuerdo es que allí probé por primera vez una deliciosa sopa de cangrejos, y también una especie de arroz muy cargado de especias, hecho según una receta india; platos, estos dos, que me parecieron deliciosas.


Tenía en mi sofá a DongHae de un lado y del otro al doctor Charles, un tipo alto y hermoso, sólidamente construido, de grandes hombros y con una soberbia barba rubia, a la que debía su sobrenombre de Carlomagno.

Cuando el refrigerio tocó a su fin, las fuertes especias de los platos, mezcladas con el alcohol de las bebidas y la picante conversación, comenzaron a surtir efecto, encendiendo de nuevo la lujuria momentáneamente aplacada.

De manera progresiva, los ocupantes de cada sofá fueron adoptando posturas cada vez más provocativas, y las bromas fueron subiendo de tono, así como las canciones, cuyo contenido iba creciendo en obscenidad, y los estallidos de alegría, cada vez más estentóreos. Los cerebros ardían de pasión y un agudo deseo comenzaba a agitar las carnes. Casi todos los convidados se hallaban desnudos, y los penes se mostraban túrgidos y duros, formando todo ello una especie de pandemónium erótico.

Uno de los invitados comenzó a mostrarnos cómo debía hacerse una "Fuente de Príapo", es decir, la verdadera forma de beber champaña. Y tomando a un joven de Ganímedes, le hizo verter sobre la espalda de Siwon un hilo de vino espumoso, derramándolo por el pico de un ánfora de plata. El líquido resbalaba por el estómago hasta el vientre, inundando los rizos del toisón perfumado con esencia de rosas, por donde goteaba a lo largo del pene sobre la boca del hombre arrodillado ante él. Esta escena ofrecía tal belleza clásica, que se tomó de ella una foto con luz eléctrica.

– Es una hermosa idea –dijo el spahi –, pero creo poder mostraros algo mejor.

– ¿Qué cosa? – preguntó Siwon.

– El modo como en Argelia se comen los dátiles y los pistaches. Si por casualidad quedan aún en la mesa, podemos probarlo.

El viejo general aprobó con la cabeza, regocijándose de antemano con la broma.
El spahi, después de hacer colocarse a gatas a su compañero de mesa, con la cabeza baja y las partes traseras levantadas, le fue deslizando en el ano los dátiles, que iba comiendo luego, a medida que el otro iba expulsándolos. Después de los cual, lamió con fruición el almíbar que le corría por entre la piernas.

Todo el mundo aplaudió y los dos amigos, evidentemente excitados, apuntaban al público con sus nerviosos instrumentos, presas de una agitación inusitada.

– Espera –le dijo el spahi a su camarada –, no te levantes aún, que no he terminado; déjame plantar ahora el árbol de la ciencia.

Dicho lo cual, montó sobre él, y empuñando su instrumento lo hundió en el agujero por donde había pasado los dátiles, haciéndolo entrar hasta el fondo de dos empujones. Mientras tanto, el bastón del sodomizado, excitado por la danza, tamborileaba sobre el vientre del amo, acompañado con su batir los embates del spahi.

El viejo general, sin poder contenerse, se levantó y dijo:

– Pasemos a los placeres pasivos, únicos lícitos a las gente de mi edad y de mi experiencia.

Y, sin más preámbulos, se puso a chupetear el glande del sodomizado, manipulándole el balano con una habilidad consumada.

El gozo que la montura del spahi experimentaba parecía indescriptible. Jadeante, sacudido por convulsiones nerviosas con los ojos entrecerrados, los labios colgantes y la boca contraída, pareció por un momento que fuera a ser presa de un síncope, debido a la intensidad del placer que lo embargaba. Sin embargo, resistía, sabiendo que el spahi había adquirido en África el arte de permanecer en acción por tiempo indefinido. Su cabeza colgaba a veces como si las fuerzas lo hubieran abandonado, pero volvía a levantarla de nuevo, y abriendo los labios gritaba: «En mi boca, alguien que aproveche mi boca».

El marqués italiano, que se había despojado de sus ropas de mujer, sólo conservaba sobre sí un collar de diamantes y un par de medias de seda negra; colocando dos taburetes a izquierda y derecha del viejo general, se colocó sobre ellos con las piernas abiertas, y, apoyándose en el anciano succionador, dio cumplimiento a los deseos del succionado.

A la vista de este cuadro de infernal lubricidad, la sangre de todo comenzó a hervir. Cada uno ardía por alcanzar un goce similar al de aquellos cuatro hombres.

Los penes de la concurrencia no sólo estaban ahogados de sangre, sino como una barra de hierro, hasta el punto de que la erección se hacía casi dolorosa, retorciéndose todos como verdaderos condenados. Yo, por mi parte, poco habituado como estaba a semejantes cuadros, rugía de placer, enloquecido por los besos de DongHae y los toques que el doctor me prodigaba, paseando sus labios por la planta de mis pies.

Finalmente, y al ver los vigorosos embates del spahi y el ardor con que el general succionaba y el marqués era succionado, comprendimos que se acercaba el momento supremo para los cuatro a un tiempo, y todos, como recorridos por un mismo fluido eléctrico, gritamos:

– ¡Ya les viene! ¡Ya les viene!

Las parejas se besaban, frotaban sus carnes desnudas, se manoseaban, buscando nuevos excesos de lujuria que inventar.

Cuando el spahi retiró su órgano ya flácido del conducto de su amigo, el sodomizado cayó sin conocimiento, cubierto a la vez de sudor, de almíbar, de esperma y de baba.

– ¡Ah! – Dijo el spahi, encendiendo tranquilamente un cigarrillo –, ¿qué placeres puede haber comparables a los de las Ciudades de la Llanura? Los árabes están en lo cierto. Ellos son maestros en este arte. Porque entre ellos, si bien no hay hombre que sea pasivo durante su edad madura, lo es durante su pubertad, y luego ya de anciano, cuando ya no puede ser activo. Al revés que nosotros, han conseguido, por medio de una larga práctica, prolongar el placer por tiempo ilimitado. Sus instrumentos, de hecho, no son enormes, pero, cuando se yerguen, adquieren majestuosas proporciones, y suelen realzar su propio placer mediante la satisfacción que proporcionan al otro. Nunca os inundarán con un torrente de esperma, pero os humedecerán con unas pocas gotas espesas que queman como el mismo fuego. ¡Qué suave y reluciente es su piel! ¡Cuán ardiente es la lava que corre por sus venas! No son hombres, son leones, y rugen en medio del placer.

– Debe usted haber practicado mucho, supongo.

– Cantidad. Para eso me alisté, y debo decir que me divertí de lo lindo.

Mostrando entonces encima de la mesa una botella que había contenido kummel, dijo:

– ¿Veis esa botella? Podría introducirla en mi trasero y gozar con ella maravillosamente.

– ¿Quieres intentarlo? – dijeron al unísono varias voces.

– ¿Y por qué no?

–No, no lo intentes –dijo el doctor.

– ¿Por qué? ¿Acaso le asusta?

– ¡Es un crimen contra natura! -- dijo el médico riendo.

– Con lo que la cosa –añadió Siwon –pasaría de ser un acto de
"bujarronería", a ser un acto de "botellería".

Sin añadir palabra, el spahi se inclinó, apoyó la cabeza en el borde del sofá y dejó el trasero en el aire, bien expuesto ante nosotros. Dos hombres se sentaron, uno a cada lado, de modo que él pudiera colocar sus piernas sobre los hombros de ellos; después de lo cual, tomando sus propias nalgas, tan voluminosas como las de una gorda prostituta, las abrió con sus manos.

Todos pudimos contemplar, de par en par abierta, la raja negra que divide los glúteos, y el agujero coronado de vello castaño, y hasta los millares de arrugas, crestas, repliegues y apéndice que rodean al orificio, comprendiendo, al ver la excepcional dilatación de su ano, que no hablaba por hablar.

– ¿Quién quiere tener la amabilidad de humedecer y lubrificarme un poco los bordes? –preguntó él.

Muchos fueron los que manifestaron deseo de procurarle semejante satisfacción, pero ésta recayó, en el último término, en un joven caballero que se había presentado modestamente a sí mismo como "maestro de lengüeteos".

– Aunque por mis aptitudes –añadió el individuo –, bien podría titularme como "profesor en el noble arte".

Era un tipo portador de un gran apellido, no solamente ligado a un alto linaje, sin mezcla alguna de sangre plebeya, sino que además había alcanzado por mérito propio un gran renombre en el ejército y la magistratura, e incluso en la política, las ciencias y las letras. Se arrodilló ante la palpitante masa de carne, apuntó con su lengua como si de una punta de lanza se tratara, y la hundió en el ano del spahi tan profundamente como pudo, luego, sacándola y pasándola plana por los bordes, como si se tratara de una espátula, los mojó a diestra y ampliamente con su saliva.

– Puedo decir –añadió con el orgullo de un artista que acaba de concluir una gran obra –que mi tarea ya está cumplida.

Otro de los presentes que tenía en sus manos la botella, después de haberla untado con grasa de paté, dio comienzo a la operación. Tarea nada fácil al principio, y que nadie creía posible en toda su amplitud. Pero el spahi sabía cómo abrir el orificio para hacerlo practicable al instrumento, y el operador, tras haber girado y colocado de diversas maneras la botella, dio un suave empuje final, y la botella acabó por penetrar.

– ¡Ay, ay! – Dijo el spahi, mordiéndose los labios –, está un poco estrecho, pero entra, con todo.

– ¿Le hago tal vez daño?

– Un poco, pero ya está.

Y comenzó a ronronear de placer.
No se veían ya ni pliegues, ni grietas, ni abultamientos; el ano estrechaba firmemente la botella. El rostro del spahi reflejaba a la vez que un gran dolor, un intenso placer; todos los nervios se hallaban en tensión, produciendo en todo el cuerpo unas leves convulsiones; en los ojos semi-cerrados, las pupilas habían desaparecido, y los dientes le rechinaban, según la botella iba penetrando más y más en su interior. Su pene, que hasta entonces había permanecido blando e inerte, volvió a adquirir sus proporciones primeras; las venas del instrumento se hincharon, y los músculos adquirieron redondez.

– ¿Quiere usted que se los chupe? –preguntó uno de la concurrencia al ver las convulsiones del órgano.

– No, gracias –respondió él –, con lo que siento ya tengo bastante.

– ¿Y qué siente usted?

– Una irritación aguda, aunque agradable, que me llega desde el trasero hasta el mismo cerebro.

Su cuerpo comenzó a convulsionarse de tal modo, bajo el frotamiento que le prodigaba la botella, que parecía ir a partirse en dos. De repente el pene aumentó las sacudidas y se infló de modo desmesurado; los labios se abrieron y una gota de líquido incoloro humedeció los bordes.

– ¡Más de prisa!... ¡Hasta el fondo! ¡Ya está!... ¡Ya me viene!

Y se puso a gritar y exhalar risas histéricas, y a relinchar como un semental a la vista de una yegua. De su pene saltaron entonces unas pocas gotas de un esperma espeso, blanquecino y viscoso.

– ¡Húndela!, ¡húndela aún más! – gimió con voz moribunda.

La mano del operador se movía progresivamente como contagiada por las convulsiones y los jadeos del otro, propinando, en uno de sus movimientos a la botella un fuerte empujón.

Excitados por el exceso de goce del spahi, reteníamos todos el aliento, cuando de repente, en este mismo momento y en medio del profundo silencio, sólo entrecortado por los gruñidos del placer del paciente, se oyó un ruido seco, y luego un grito de dolor y de pánico, a lo que siguió una exclamación de horror de todos los presentes. ¡La botella se había roto! El gollete y una parte de la misma quedaron en la mano del operador, cortando y desgarrando los bordes del ano al partirse, mientras el resto quedaba enterrado en las entrañas del spahi.  


Teleny {Adaptación} {EunHae}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora