Steve Rogers

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Culpa de Nueva York

Los tacones repiquetearon en el asfalto con golpes secos que denotaban velocidad. Durante aquel inicio de mañana, no había hecho otra cosa que no fuera correr. Llegaba tarde a trabajar y sólo un milagro podría salvar el desastroso día al que me enfrentaba. Dos reuniones matinales inmediatamente seguidas por una comida junto a mi madre y dos de sus amigas; una comida que había aceptado por compromiso y de la que había intentado librarme con mucho esfuerzo pero sin éxito. Tras ésta, otra reunión de la que posteriormente tendría que elaborar un informe exhaustivo. Resoplé.

Aferré con fuerza el café, que prometía ser mi fuente de energía para aquel día, mientras sujetaba contra mi pecho las dos carpetas que esa mañana portaba. Mi coche había pedido realizar una visita a un taller y pasear por las calles de Nueva York en hora punta no era más difícil que conducir por las calles de Nueva York en hora punta, pero parecía que requería de mí algo más que dos manos.

Crucé un paso de peatones a gran velocidad, disculpándome con la cabeza cuando obligué a frenar a un vehículo gris que evitó como pudo llevarme por delante. Mi corazón latía a gran velocidad por la presión que sentía, la energía que me había impuesto a mí misma y los nervios ante ese día tan espantoso. Di un sorbo a mi café y doblé la esquina que me separaba del edificio donde se encontraban las oficinas. Y sucedió lo que suele suceder en un momento así: choqué contra otra persona.

– ¡Mierda!

Retrocedí un paso cuando unas cuantas gotas de café fueron a parar a mi elegante blusa blanca y las dos carpetas cayeron al suelo cuando, en un acto reflejo, agité los brazos.

– ¡Disculpe! Perdóneme, lo siento mucho.

Levanté la cabeza para encontrarme con dos preocupados ojos azules a los que miré con hostilidad. Había sido culpa suya, culpa mía, culpa de ambos, ¡poco me importaba! Necesitaba un milagro que mejorase aquel día y había recibido a cambio un encontronazo con un desconocido que había conseguido derramar mi café, quien debía ser el responsable de que me mantuviera en pie aquella mañana.

– Lo lamento muchísimo. Discúlpeme, por favor, no la he visto venir y...

Para mi sorpresa, dibujé una sonrisa cuando escuché su peculiar forma de hablar. Parecí aceptar sus disculpas con la mirada, aun sin pretenderlo, pues él también sonrió, con cierta timidez. Ignoré su amabilidad y extraje un pañuelo del bolso que me ayudase a limpiar aquel desastre. Fue inútil. Las manchas de café permanecieron alrededor de los primeros botones de aquella blusa. El desconocido aprovechó aquello para agacharse y recoger las dos carpetas, de un color verde oscuro; me las tendió con cierto recelo y las acepté con educación.

– Gracias.

– No sé... no sé qué decir –alcé la cabeza y él señaló las manchas en mi prenda, evidentemente avergonzado–. Lo lamento muchísimo. Yo... estaba un poco perdido y...

– ¿Perdido? –Pregunté, olvidando por un momento el incidente–. ¿No eres de aquí? ¿Necesitas ayuda?

Me sonrió con tristeza, como si no pudiera revelar esa respuesta. De pronto, encontré familiar ese rostro.

El extraño suspiró y recorrió con su mirada las calles abarrotadas de Nueva York. Sólo entonces me conciencié de las muchas personas que estaban pasando, a cada segundo, por nuestro lado; de las muchas personas que habían pasado desde que estábamos allí. Y sólo entonces me di cuenta de algo más importante: mi corazón, que hasta entonces había latido acelerado, parecía haberse detenido en esos instantes.

– Si no me vence la culpa por haber manchado a una desconocida... creo que sabré apañármelas. Siempre lo hago –aseguró.

– Me alegra oír eso, supongo –aireé los brazos con torpeza tras ofrecer esa respuesta, temiendo haber sido malinterpretada–. Oh, no me alegra que puedas sentirte culpable, en absoluto. No tienes que sentirte culpable. No ha sido tu culpa. Es... culpa de Nueva York.

– Culpa de Nueva York –repitió, con cierto aire pensativo.

– Sí, culpa de Nueva York. De sus calles, sus prisas, sus pasos de peatones colocados en sitios peligrosos... Nueva York, ya sabes.

Dirigí una rápida y disimulada mirada al reloj colocado en mi muñeca izquierda, temiendo derramar de nuevo el café. Llegaba tarde. Llegaba muy tarde. Llegaba más que tarde.

– Si puedo hacer algo por... enmendarlo –comentó, de pronto. Volvimos a mirarnos–. Quizá... podría...

Sonreí.

– ¿Invitarme a un café, tal vez?

Bajó la cabeza y mi sonrisa se desvaneció con ese gesto de duda. O de vergüenza. O de reflexión; quizá estaba pensando una forma de rechazarme sin herir mi orgullo.

– Un café, sí –respondió segundos más tarde, cogiéndome desprevenida–. ¿Por qué no?

Se encogió de hombros, en un gesto tierno y algo infantil que terminó de hacer desaparecer el enfado que podía haber sentido hasta el momento. Me mordí el labio inferior, sin ocultar una sonrisa.

– Llego tarde a trabajar –me disculpé–. Tengo como mil ciento noventa y tres reuniones en el día de hoy –rió; y fue un sonido precioso–. Y una comida a la que nadie quisiera enfrentarse. Quizá... ¿mañana? ¿En este mismo sitio? ¿Sabrás encontrarlo?

– Encontraré el modo de no sentirme perdido, sí –afirmó; ladeé la cabeza ante su respuesta, un tanto enigmática–. Estoy seguro.

Asentí en señal de despedida, sin saber bien qué añadir.

– Hasta mañana, entonces.

– Hasta mañana. Y... lo siento, de nuevo.

Rodeé su figura con intención de avanzar pero tuve que detenerme antes de alejarme por completo de él. Borré la sonrisa que estaba inscrita en mi rostro y me di la vuelta para comprobar que seguía allí. Estaba en el lugar exacto en el que le había dejado.

– ¿Cómo te llamas?

Se giró medianamente, lo suficiente para mirarme.

– Steve. Steve Rogers, señorita.

– De acuerdo, Steve Rogers. No llegues tarde mañana, no me gusta que me hagan esperar.

– En el caso de llegar tarde, siempre puedo echarle la culpa a Nueva York.

Reí. Eso era lo que muchos podrían considerar un auténtico milagro en un día complicado.

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Twitter: @dropsofrivendel


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