Tres.

364 41 19
                                    

Alira era, además de mi mejor amiga, como una hermana. Desde que la conocí hace cinco años en una comunidad online de amantes de los animales, nos habíamos convertido en algo más que simples conocidas que chateaban cada cierto tiempo. Aún viviendo en el otro extremo del país, a siete horas de viaje en tren, era la persona más importante en mi vida. Por eso no fue extraño para mí desahogarme en los momentos en los que esto se inició, ni contar con ella cuando sentía que el peso de lo que sentía, de mi cuerpo, me colapsaba.

Ella me había enseñado, más que nadie, que se puede amar desde lejos.

~*~*~

Es primavera. Noto el olor de la hierba recién nacida en la trufa, el dulce polen que se cuela en mi hocico y me hace cosquillas. El viento mece con cuidado las hojas de los pinos que reinan por todo el territorio, y es una canción de cuna tan suave que cierro los ojos para sentirla con más fuerza. La manada, de pie junto a mí, aguarda a las órdenes de la pareja alfa. Yo todavía soy una cachorra, lo sé porque mis patas son extremadamente largas para este cuerpo, y porque estoy bastante delgada, producto de mi metabolismo.

El lobo alfa, mi padre, no es el animal más grande; de hecho, hay un compañero que es mucho más enorme que él. Sin embargo, todos lo tratan con respeto y cariño, dándole besos y empujones, instándolo a acompañarlos a jugar o a recibir más caricias. Sé que es el líder porque su olor es mucho más fuerte que el de los demás, porque muestra la cola en alto cada vez que un lobo se pasa de la raya, como el estandarte del comandante que ondea al viento en medio de la batalla. También tiene unas manchas oscuras que cubren su lomo y hombros, y algo me susurra que es una marca que muestra que él es el que protege a la manada. La mancha de los hombros parece una silla de montar.

Otro lobo se acerca a él y se coloca a su lado. Pienso que va a recibir un mordisco, ya que se está pegando demasiado al cuerpo de mi papá, pero él gira la cabeza y le da un beso en el hocico, una lamida suave y llena de amor. Entonces es cuando me doy cuenta de que esa es mi mamá.

Es más delgada que mi padre, y tiene un pelaje negro como el mío, aunque su pelaje secundario es gris, no marrón chocolate como el mío. Sus ojos castaños miran con amor a mi padre antes de rozarle el cuello con el hocico.

Al verlos, un calor crece en mí, la ansiedad por recibir ese gesto y por darlo a alguien. El lobo blanco, que estaba a unos pasos, se acerca a mí para empujarme con el hocico. Quiere jugar, pero estoy tan concentrada en mis papás que, en lugar de morderle en broma, le doy una lamida junto a la oreja.

Él se queda parado, sin entender, pero después me devuelve el gesto delicadamente.

Y juro que nunca, en toda mi vida, había sentido tanto amor dentro de mí.

~*~*~

Sentía el frío en la piel como una segunda prenda, pero no me apetecía levantarme.

Estaba tumbada en el parque donde Alira llevaba a su perro todos los días, en una zona de hierba. Afortunadamente, mis padres me habían permitido ir a visitarla una semana, y estaba disfrutando de su compañía. Ella me miraba con un ligero toque de diversión mientras el pastor alemán correteaba por los alrededores.

—Me apuesto diez euros que estás tumbada en un montón de mierda —comentó, atándose la correa en la cadera.

Reí, y mi risa se elevó hacia el cielo azul sin nubes.

—¿Cómo sabes que lo estoy? Yo no noto nada —murmuré, y me incorporé rápidamente. Echando la mirada en la zona donde había estado tumbada, solté una exclamación—. Maldita. No había nada.

Huellas de otoño ©.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora