5- El Ritual de Musgrave

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«¿Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer?»

Una anomalía que a menudo me llamaba la atención en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes era la de que, a pesar de que en sus métodos de pensamiento era el más ordenado y metódico de todos los hombres, y aunque también mostraba un cierto esmero discreto en su manera de vestir, en sus hábitos personales era, en cambio, uno de los hombres más desordenados que jamás hayan llevado a la desesperación a un compañero de pensión.
No es que yo sea ni mucho menos convencional en este aspecto, pues la vida desordenada en Afganistán, unida a una disposición de por si bastante bohemia, me han convertido en hombre más descuidado de lo que corresponde a un médico. Pero en mi caso existe un límite y, cuando encuentro a un hombre que guarda sus cigarros en el cubo para el carbón, su tabaco en la punta de una zapatilla persa y su correspondencia sin contestar atravesada por una navaja de bolsillo en el centro de la repisa de madera de su chimenea, entonces empiezo a darme aires virtuosos.

Siempre he sostenido también que la práctica del tiro de pistola debería ser, indiscutiblemente, un pasatiempo propio del aire libre, y cuando Holmes, en uno de sus arrebatos de extravagante humor se sentaba en una butaca, con su revólver y un centenar de cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared opuesta con unas patrióticas iniciales V.R. trazadas a balazos, yo creía firmemente que ni la atmósfera ni la apariencia de nuestra habitación mejoraban con ello.

Nuestros aposentos siempre estaban llenos de productos químicos y de reliquias del mundo criminal, que tenían la particularidad de desplazarse hasta lugares improbables y aparecer en la mantequera o en sitios todavía más indeseables.
Pero mi peor cruz eran sus papeles. Le causaba horror destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con anteriores casos suyos, y sin embargo sólo una o dos veces al año reunía energías para rotularlos y ordenarlos, pues, tal como he mencionado en algún lugar de estas incoherentes memorias, sus arranques de apasionada energía, cuando llevaba a cabo las notables hazañas con las que va asociado su nombre, eran seguidos por reacciones letárgicas durante las cuales permanecía tumbado con su violín y sus libros, casi sin moverse, salvo para pasar del sofá a la mesa. Así, mes tras mes se acumulaban sus papeles, hasta que en todos los rincones de la habitación se apilaban fajos de textos manuscritos que por nada del mundo habían de quemarse y que no podían ser cambiados de lugar por nadie que no fuera su propietario.

Una noche de invierno, sentados los dos frente al fuego, me aventuré a sugerirle que, en vista de que ya había acabado de pegar recortes en su libro de noticias, bien podía emplear las dos horas siguientes en hacer un poco más habitable nuestra habitación. No pudo negar la justicia de mi petición y, con cara un tanto severa, se fue a su dormitorio y volvió de él arrastrando tras de sí una gran caja metálica. La colocó en medio del suelo y, poniéndose en cuclillas ante ella, abrió la tapa. Pude observar que una tercera parte de ella ya estaba llena de fajos de papel sujetos con cinta roja para formar diferentes paquetes.

-Aquí hay casos de sobra, Watson -anunció, mirándome con ojos maliciosos- . Creo que si supiera usted todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara parte de su contenido en vez de meter más papeles en ella.

-¿Están en ella, pues, los documentos referentes a sus primeros trabajos? -pregunté-. A menudo he deseado disponer de sus notas sobre estos casos.

-Sí, amigo mio, todos ellos fueron prematuros, anteriores a la llegada de mi biógrafo para glorificarme.-Levantaba un fajo tras otro, con manos cuidadosas, casi acariciantes
-. No todo son éxitos, Watson -añadió-, pero entre ellos hay algunos problemitas de lo más atractivo. He aquí los datos del asesinato de Tarleton, y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y la aventura de la anciana rusa y el singular asunto de la muleta de aluminio, así como un relato completo acerca de Ricoletti, el del pie de piña, y su abominable esposa. Y aquí... ah, esto sí que es en realidad algo un poco recherché.

Las Memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora