Introducción | Prejuicios voraces

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Sí.

¡Sí!

Lo acepto. Soy culpable.

Oh, prejuicios míos, les pido: no me consuman.

Traté.

¡Traté!

Juro que lo intenté. Pero, no pude contra mi ser, contra mis poros, contra mis labios.

Me corrijo.

No pude contra su ser, contra sus poros, contra sus labios. Y me es imposible hacerlo de ahora en adelante.

¿Cómo pedirme no admirar su cremosa piel? ¿Cómo demandarme no maravillarme con sus labios color rosa, resecos por los rayos del sol? ¿Cómo pedirme no fascinarme con su ser entero?

Injusto.

¡Oh, prejuicios míos, muy injusto!

Les pido su perdón, mas sé que eso no me bastará.

Ni el perdón de Dios me bastará.

Necesito el mío, con mi alma, como necesita un hombre deshidratado un par de gotas de agua.

Me suplico noche y día. Me suplico conscientemente e inconscientemente.

Me suplico dejar de amar a Mariana de la forma en que lo hago: con pasión, con locura, en silencio, en bulla.

Su delicado cuerpo, sus intrigantes ojos y sus monumentales rizos dorados, los cuales paran encarcelados en un moño.

Era ella, toda ella, una obra de arte.

Y yo, yo sólo era, soy y seré una compañera de piso. La que se abotona todos los botones de la blusa para evitar que su corazón explote. Invisible a sus ojos. A todos los ojos.

La chica que está aquí desde que tiene memoria, que no hace más que quedarse en silencio y observar todo.

La chica que ama en secreto a Mariana.

La chica que escribe cartas a ella, pero que nunca envía, ni lo hará.

La chica que escucha sonatas para calmar sus prejuicios voraces.

Sonata de falacias ©Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora