10- El fabricante de colores retirado

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Sherlock Holmes estaba aquella mañana de humor melancólico y filosófico. Su naturaleza, siempre despierta y práctica, se hallaba sujeta a esta clase de reacciones.

-¿Le vio usted a ese hombre? -me preguntó.

-¿Se refiere al anciano que acaba de salir?

-A ese mismo.

-Sí, me crucé con él en la puerta.

-¿Qué impresión le produjo?

-La de un hombre patético, fútil, vencido.

-Exactamente, Watson. Patético y fútil. Pero, ¿no es la vida una cosa patética y fútil? ¿No es su historia un microcosmos de la historia toda? Alcanzamos. Apresamos. ¿Y qué queda al final en nuestras manos? Una sombra. O, peor aún que una sombra; el dolor.

-¿Es ese hombre cliente suyo?

-Sí, me imagino que puedo darle ese calificativo. Me lo han enviado de Scotland Yard. De la misma manera que los médicos envían a veces a sus enfermos incurables a un curandero. Dicen que ellos ya nada pueden hacer y que, ocurra lo que ocurra, no es posible que el enfermo se encuentre peor.

-¿Y qué le pasa a ése?

Holmes echó mano a una tarjeta bastante grasienta que había encima de la mesa:

-«Josiah Amberley». Dice que es el socio más reciente de la firma Brickfall y Amberley, fabricante de materiales artísticos. Puede usted ver esos nombres en las cajas de colores. Reunió su patrimonio, se retiró de los negocios a la edad de sesenta y un años, compró una casa en Lewisham y se asentó allí para descansar después de una vida de incesante ajetreo. Cualquiera pensaría que de ese modo tenía el porvenir tolerablemente seguro.

-En efecto.

Holmes echó un vistazo a algunas notas qué había garrapateado en el reverso de un sobre.

-Se retiró del negocio el año mil ochocientos noventa y seis, Watson. A principios de mil ochocientos noventa y siete se casó con una mujer veinte años más joven que él y, además, bien parecida, si la fotografía no la favorece. Una renta suficiente para vivir con desahogo, una mujer, ninguna obligación de trabajar; todo ello parecía brindar un camino recto a su vida. Y, sin embargo, se convierte en menos de dos años en un pobre ser vencido y miserable, tanto como el más vencido y miserable que repta bajo el sol.

-Pero, ¿qué ha ocurrido?

-La historia de siempre, Watson. Un amigo desleal y una mujer casquivana. Según parece, Amberley tiene una afición en la vida: el ajedrez. En Lewisham, vive un médico joven que es también aficionado a jugar al ajedrez. Tengo anotado su nombre: el doctor Ray Ernest. Ernest visitaba la casa con frecuencia, y la consecuencia natural fue que surgiese una intimidad entre él y la señora Amberley, porque tendrá usted que reconocer que nuestro infortunado cliente posee pocas gracias exteriores, por grandes que puedan ser las dotes de su alma. La pareja aquella se fugó la semana pasada, con dirección desconocida, y lo que es más, la infiel esposa se llevó la caja de documentos del viejo, en calidad de equipaje personal, y con una buena parte de los ahorros que había hecho en su vida, dentro de la caja. ¿Podemos dar con el paradero de la mujer? ¿Podemos recuperar el dinero? Como usted ve, el problema es hasta aquí de lo más vulgar, aunque de importancia vital para míster Josiah Amberley.

-¿Y qué piensa usted hacer al respecto?

-Da la casualidad, querido Watson, que la primera pregunta es esta otra: ¿Qué va a hacer usted? Si es que tiene usted la bondad de hacerse cargo de mi papel. Sabe que me encuentro preocupado en el caso de los patriarcas coptos, que hoy hará crisis. La verdad es que no tengo tiempo para desplazarme a Lewisham; y, sin embargo, las observaciones que se hagan en el lugar mismo tienen un valor especial. El viejo ese insistió mucho en que fuese yo, pero ya le expliqué la imposibilidad en que me encontraba. Está, pues, dispuesto a acoger a un representante mío.

El Archivo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora