Prólogo

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9 de septiembre de 1849

La mujer corrió y corrió, alejándose más de quien intentaba arruinarle la vida. Era inquietante la sensación de que alguien la perseguía. Sus pies le dolían, pero prefería lidiar con unas cuantas ampollas después a que aquel hombre pudiera encontrarla.

Sabía que se debía esconder muy bien, porque él no se rendiría hasta alcanzarla. No entendía para qué la quería de vuelta. No hacía más que gritarle y golpearle el rostro. Despreciarla. Maltratarla. Era incomprensible.

Intentaba no llorar por el simple recuerdo de todo lo que había vivido, aunque era difícil, pues llevaba en sus brazos al más vivo y doloroso recuerdo: un bebé. Su bebé. Y el de él también. El fruto de un amor roto que se había desplomado y que ahora ella buscaba olvidar.

No permitiría que su propio hijo viviera bajo maltratos, bajo la penumbra que ella llevó de vida por mucho tiempo. No le dejaría una vida así si podía evitarlo. Pensar eso hizo que corriera con mucha más velocidad.

Iba a tener que dejarlo. Iba a tener que abandonar a su bebé por su propio bien. Lo dejaría en el mercado del pueblo, quizás alguien de buen corazón se lo llevaría. Eso esperaba. Llevaba días rezando por que eso sucediera, por que hubiera un buen alma que se apiadara de ese recién nacido.

Una lágrima escurrió de su ojo y rodó por su mejilla hasta caer en la frente del pequeño. Entonces paró de correr en seco, necesitaba recuperar el aliento y se permitió apreciar a su hijo por unos instantes. Sus manos eran tan pequeñas, y se veía tan tranquilo, tan sereno, incluso cuando su madre se encontraba en medio de una persecución. Extrañamente no lloraba, ni balbuceaba. Callaba. Miraba a su madre estático, con esos diminutos ojos que reflejaban el brillo de la luna. Ella tocó su mejilla y sintió el calor de ésta. Realmente lo quería, y tendría que rendirlo a alguien más para que no sufriera. Así de tanto era su amor por esa criatura.

Era de noche, y no estaba tan segura de en dónde se encontraba ni adónde se dirigía, solamente sabía que mientras más se alejara,  mejor. La luna era la única luz que la dejaba ver entre la oscuridad. Estaba casi a las afueras del pueblo, de eso estaba segura. Tal vez estaba parada cerca de la frontera con Escocia, pero no podía estar cien por ciento segura, estaba demasiado oscuro, tanto que cualquier podría confundir la negrura de la noche con la ceguera.

Esperaba con toda el alma que el malnacido de su esposo le hubiera perdido el rastro. Lo había dejado atrás hace unas cuantas millas, luego de que ella se escondiera en un callejón y él siguiera su paso en la dirección opuesta. Su rostro emanaba ira, pero era algo más que aquello. Ese hombre le tenía miedo a la soledad, ella lo veía en sus ojos. Pero más allá de eso, adoraba el control, y su mujer era su títere preferido. Ella comenzó a seguir el paso, esta vez caminando. No creía que a altas horas de la noche alguien se encontrara por allí.

No avanzó ni cien metros cuando escuchó unos pasos al acecho detrás de ella. Aumentó la velocidad de sus pies más y más, y cada vez se escuchaban aquellos pasos persiguiéndola más cerca. Supo que era él, pues no podía pensar en alguien más que se hallara a altas horas de la madrugada vagando por las afueras.

–¡Te encontré, maldita bruja!–reconoció su voz. La impotencia corría por sus venas, y corrió más rápido. El bebé comenzó a llorar.–¡No vas a huir de mí! ¡Devuélveme a mi hijo!

En eso, escuchó un arma de fuego resonar tras de ella con un sonido ensordecedor. Sintió una bala tan cerca de ella. La iba a matar. O al menos si ella no hacía algo al respecto, pero no había otra solución más que correr por su vida.

–¡Vuelve aquí, o juro que te mato!–oyó sus gritos por detrás.

–¡Ayuda!–gritó ella a todo pulmón, con la esperanza de que alguien la escuchara. Pero no era posible. Estaba demasiado lejos de la ciudad.–¡Ayuda!–repitió en vano.

Otro balazo sonó creando un eco a sus espaldas, sus piernas no paraban de correr, las piedras que se le habían metido en los zapatos se encajaron en las plantas de sus pies. El dolor le recorrió todo el cuerpo, pero no tenía intenciones de detenerse. Sostenía a su hijo lo más fuerte que podía contra su pecho, cubierto por una manta que llevaba encima. Su llanto era ensordecedor. Sentía las gotas de sudor rodar por sus sienes y caer sobre sus pestañas, nublándole la vista. Su respiración estaba a más no poder, sentía cada vez menos y menos aire. Pero ella siguió huyendo.

Nuevamente, el hombre tiró del gatillo de la pistola, causando un estruendo, y entonces, ella paró. Abrió los ojos demasiado, pudo jurar que por un momento todo lo que la rodeaba era claro y brillante. Respiraba con dificultad, sentía un estallido en el pecho. Su pulso fue decreciendo hasta convertirse en un ligero golpeteo en sus oídos. Los latidos de su corazón fueron alentándose. Bajó la vista hacia su pequeño que lloraba más fuerte que nunca, sus ojos brillaban incluso en la noche, sintió un dolor incluso más ardiente en su corazón. Lo quería tanto, pero cerró sus ojos, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

El hombre al escuchar cómo su mujer caía sobre la grava, comenzó a temblar con desesperación. Sin saber qué hacer, huyó de la escena del crimen, repleto de pecado y con el arma en la mano.

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10 de septiembre de 1849

La policía municipal tenía un reporte de un homicidio al norte del país. Una mujer había sido asesinada a sangre fría. Llevaba consigo a un bebé todavía con vida, que por desgracia había sido malherido en el hombro,  y había perdido mucha sangre. No se sabía la identidad del responsable. Simplemente se sabía la intención de la madre antes de morir, ya que se le encontró con una nota en el bolsillo, cubierto con manchas de sangre que se había secado durante la noche. Aquel papel tenía escrito un mensaje:

"Por favor, cuida de Harry".

On Time: El asesino del tiempo |h.s.| #Wattys2016Unde poveștirile trăiesc. Descoperă acum