Capítulo 1

653 8 1
                                    

PARTE I.

BARRIO DE CONTRUECES, GIJÓN.

PRIMAVERA DE MIL NOVECIENTOS SETENTA Y SIETE.

1.

Paquito recogía un ladrillo del suelo, al pie de la abollada valla metálica que servía de inútil cerramiento a las obras de la calle, y, sin más dilación, lo estampaba contra el cristal del SEAT 850 aparcado en el borde de la acera. La una de la madrugada, ni un alma por una calle cuya farola más cercana estaba a cien metros. Oculto por las sombras de la noche, abría la puerta del coche y se abalanzaba en su interior. Entretanto, “el Piños”, ya se había situado estratégicamente al lado de la puerta, la espalda apoyada sobre el coche, las manos en los bolsillos de su chupa, mirando a uno y otro lado, atento para no ser sorprendidos. Poco después, Paquito se reincorpora –el radio-casete entre las manos–, azuza a su compañero y salen corriendo.

Corrían calle arriba entre risas. Reían, reían y se empujaban a modo de broma uno al otro mientras buscaban donde guarecerse. Eran risas de satisfacción por la hazaña lograda; risas nerviosas de quien ha salido victorioso de su primer hurto. ¿El primero?.  A aquel le precedían múltiples hurtos mucho menores; el radio-casete de un coche suponía su iniciación en el mundillo de la delincuencia mayor, de aquella que practicaban “el Pupas”, “el Mamen”, o “el Porro”; no mucho mayores que ellos, tan solo un par de años. Corrían satisfechos, comentando cómo sería la cara de “el Mamen” cuando, al día siguiente, se presentasen en el “parque” con el fruto de aquella noche. Seguramente dejarían de ser unos críos mea cunas y los reconociesen como lo que eran: hombres. Hombres de catorce años.

Llegaron a la barriada obrera, construida por la Obra Sindical del Hogar en los años sesenta, y situada bajo la presencia del Santuario de Nuestra Señora de Contrueces y el palacio de San Andrés de Cornellana. Toda ella era un conglomerado de edificios pensados para alojar a familias de obreros, en su mayoría procedentes de fuera de la ciudad, y construidos en terrenos encharcados alejados del centro y con servicios inexistentes; aún así, suponía el comienzo del crecimiento del barrio, en la periferia sur de la ciudad.

Se ocultaron en una de las callejuelas, apenas iluminada, que había entre los edificios. Allí tenían su refugio, y allí mataban las horas un día tras otro, dejando pasar un tiempo al que en modo alguno sabían sacar provecho, bajo los tendales de ropa secando al sol, aprendiendo lo que la calle les podía enseñar; y nunca la calle ha sido maestra de buenas enseñanzas. Los chicos como ellos no eran más que la consecuencia de los actos de otros, y el subproducto no previsto de unos años convulsos para una sociedad sometida a cambios que era incapaz de digerir, condicionado por un urbanismo apresurado, más ocupado en dar cobijo que en ofrecer vivienda, construido a base de fachadas de ladrillo y hormigón. Un urbanismo sin ningún tipo de planificación en el que se alternaban los pisos de protección oficial, promovidos por el Plan Nacional de la Vivienda Francisco Franco, con los de renta limitada de la Obra Sindical del Hogar, en la parte alta del barrio, y los subvencionados de la empresa Uninsa y varias manzanas construidas siguiendo una estética uniforme, un poco más abajo. Entre los edificios, multitud de solares sin edificar, abiertos muchos de ellos, y otros mal vallados por muros de ladrillo medio derruidos, y en los que los chiquillos montaban las hogueras de San Juan. En lo que se daba en llamar El Llano Alto, donde ambos barrios se confundían, se encontraban las infraviviendas obreras formadas por pequeñas y modestas casas, en su mayoría de una única planta, que en algún caso formaban habitáculos tipo ciudadela, con pequeñas casitas en un patio interior ocultas a la vía principal. Calles estrechas mal iluminadas, y explanadas de grava llenas de socavones, charcos y barro. A un barrio, en el que aún perduraban las casas con su huerta, sus vacas y sus gallinas, iban llegando, desde diferentes lugares de la provincia, familias obreras con hijos pequeños, o matrimonios jóvenes que buscaban su futuro en una ciudad cuyo apogeo industrial, sin embargo, iba quedando atrás. Eran años en los que los niños pasaban las tardes en la calle, jugando a la pelota en medio de unas calzadas por las que apenas transitaban coches; años convulsos en los empezaban a proliferar las pandillas callejeras.

QUINQUISWhere stories live. Discover now