Capítulo 2

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2.

El colegio abría sus puertas a las nueve de la mañana. Nuria entró en su habitación pasadas las ocho y les despertó. Paquito, a regañadientes, salió de la cama y se vistió; el tazón de Cola-Cao con galletas María, que le esperaba en la cocina, hacía que el madrugón valiese la pena.

Nuria preparaba el desayuno todas las mañanas. Ella era quien se encargaba de limpiar, fregar, planchar, lavar, y mantener más o menos ordenado el piso en el que vivían, siempre en la medida que se lo permitían las discusiones de sus padres, o el desorden inducido por su hermano pequeño. Morena, pequeña y regordeta, de carácter afable y tranquilo, se había visto obligada a adoptar el rol de hermana mayor responsable, y a echarse sobre sus espaldas el mantenimiento diario del hogar y cuidado de sus dos hermanos menores; con Paquito poco podía hacer, por lo que solía centrarse en el pequeño Diego. De algún modo trataba de sustituir a su madre en la educación de sus hermanos, y luchaba un día tras otro para que estos no acabasen metidos en la delincuencia y la droga, tratando de aconsejarles, con su mirada tristona y su voz tranquila. Aquel día, como todos los días, les daría el desayuno, y después acompañaría al pequeño hasta la puerta de la escuela; Paquito iría por libre. Al volver a casa, fregaría los cacharros y esperaría a que su padre se levantase de la cama; no sería antes de las diez de la mañana; nunca aquel obrero en paro se levantaba antes de la diez. Ella le prepararía su café, y untaría con mantequilla sus tostadas; no habría palabras, pues nunca las había, y su padre únicamente se limitaría a desayunar para, después, irse al bar, donde dejaría pasar el tiempo hasta la hora de comer. Tras esto, ella vagaría por la casa de un lado para otro, limpiando, haciendo las camas, ordenando lo poco que había para ordenar. Hacia las doce llegaría su madre, en pie desde las seis de la mañana, cuando abandonaba la casa para ir a fregar portales al centro, en donde se dejaba las manos por cuatro pesetas; traería la compra y se encerraría en la cocina para hacer la comida. Con ella, Nuria hablaba algo más, pero nunca sobre sus hermanos.

Paquito se coló por las callejuelas interiores de la barriada obrera, despistando a su hermana; tenía que aprovechar el tiempo que restaba entre que Nuria dejaba al pequeño Diego en la escuela y regresaba a casa. Serían quince o veinte minutos, pero suficientes para que él se hiciese con el radio-casete que tenía oculto en su habitación. Lo guardó en la mochila, junto a sus libros; aquellos eran heredados en su mayoría de sus hermanos; por aquel entonces, aún esto era posible. Sabía bien por qué calles subiría su hermana, así que, solo tuvo que coger un desvío por otras, las callejuelas interiores que tan bien conocía.

Si aquel día hubiese llovido, seguramente hubiese ido a la escuela; al menos allí estaba guarecido del agua. Pero no fue así, sino que entretuvo el tiempo hasta las once –hora a la que había quedado con “el Piños” en el “Pinbol”–, vagando por las calles del barrio, hasta acabar sentado en un banco de las zonas ajardinadas de la barriada obrera, donde esperó fumando un cigarrillo Ducados que le había robado a Juancho.

 El sonido de la sirena del colegio rompió la monotonía en varios metros a la redonda: eran las once, la hora del recreo. Ya hacía un buen rato que Paquito les daba a los botones de la máquina de Pin Ball, bajo la atenta mirada del Chema. El Chema, o el “jefe”, como lo llamaban los chicos, era un cincuentón pequeño, regordete y calvo, parco en palabras y un tanto esquivo que, sin embargo, parecía congeniar bastante bien con los chicos que frecuentaban su pequeña sala de recreativos: el “Pinbol”, en uno de aquellos pequeños bajos de la calle cubierta que empezaba donde el Hogar del Pensionista. Regentada por aquel hombre, siempre con su bata azul y su faldón de cuero al cinto en donde guardaba las monedas del cambio, era una pequeña sala en donde no había más que un futbolín en el centro, y tres máquinas Flippers alienadas a lo largo de una pared; en una esquina había un mostrador en el que el “jefe” tenía un pequeño quiosco con las chucherías y pastelitos básicos. Próximo a las escuelas, los chavales de mayor edad solían escaparse hasta allí a la hora del recreo. Antes de esa hora, cuando había llegado Paquito, no solía haber nadie, o casi nadie, tan solo los que como él habían decidido hacer pellas; pero éstos eran los menos. Cosa diferente eran las tardes; entonces solía haber demasiada gente, demasiados niñatos con los que Paquito no tenía interés alguno por relacionarse; para él, a partir de las seis de la tarde la sala estaba demasiado llena. Pero por las mañanas, hasta las once, podía matar el tiempo tranquilamente jugando con aquellas máquinas; y lo hacía con una destreza envidiable, pues en muchas ocasiones había sido capaz de sacarle una partida extra al Pin Ball, haciendo virguerías y “golpeando” la máquina de forma que no le saltase el “tilt”, que suponía el final del juego. El Chema nunca le había preguntado, nunca se había metido en las razones de por qué no estaba en clase; se mantenía al margen, pues sin ser un hombre de muchas luces, entendía que no le correspondía a él velar por la educación de aquellos chicos, sino únicamente proveerles de diversión y entretenimiento; él no era nadie para juzgarles, y aún menos iba a ejercer de quijote. Y quizás por esto, porque se mantenía al margen, llegaba a congeniar tan bien con sus jóvenes clientes.

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⏰ Last updated: Oct 15, 2013 ⏰

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