6

2.5K 58 7
                                    

Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.
-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

FIN

El AlquimistaWhere stories live. Discover now