capítulo 3

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                                                                           ABADÍA DE MUNSTERBILZEN

                                                                                    PRIMAVERA DE 794

                                                                                           AMELIA

      -Todavía no es mona -repitió la madre Landrada dirigiéndose al rey-. Acaba de empezar su noviciado.

Su comentario me incomodó, aunque no sé bien la razón. Tal vez porque temía que el rey me considerara demasiado mayor como para haber decidido hacía poco pronunciar los votos, y que lo tomara por falta de decisión. O quizá porque no estaba acostumbrada a recibir comentarios que centraran la atención en mí. ¿O podría ser el recuerdo de mis brazos alrededor de su cuerpo cuando montaba tras él en su caballo tantos meses atrás? Sin embargo, contra todas mis expectativas, sus palabras parecieron a la vez agradar y sorprender al rey.

      -¿De veras? ¿No has hecho todavía los votos? ¿No eres monja? -me sonrió y me miró como si fuera magnífico de mi parte haber sido indecisa.

Bajé la vista hacia el suelo sin saber qué decir, pero con un deseo enorme de decir o hacer algo que nos pusiera en marcha para visitar la abadía y zanjar pronto el asunto, y así volver a mis estudios. Me resultaba insólito el modo en que mi cuerpo respondía a su presencia.

      -Pero lo será pronto -dijo la madre Landrada en mi defensa-. Su decisión es sincera, después de haberle dedicado el tiempo necesario para tener la certeza de que es la voluntad del Señor. Suplico a Su Majestad que comprenda que es tiempo no ha sido en absoluto mal gastado. Es una de nuestras residentes más inteligentes y cultivadas, y todos sus actos se han encaminado siempre al mejor servicio a Dios. Y si Su Majestad tiene a bien, añadiré que sería una excelente abadesa.

Mi incomodidad se hizo ya casi insoportable, aunque sabía que la madre Landrada lo había dicho todo en mi favor y por el carió que me tenía. Al fin y al cabo, era al rey a quien le correspondía nombrar a la siguiente abadesa. Tenía el derecho de nombrar a quien quisiera, incuso a una seglar a cuya familia debiera algún favor. De hecho había otorgado a sus propias hijas el cargo de abadesa, a algunas de ellas incluso en más de un monasterio.

      -Así que te gustaría gobernar una abadía, ¿no?

Su voz sonaba divertida, como si se riera de mí, y volvía a mirarme, lo que me hizo enrojecer. Esta vez me negué a bajar los ojos y mantuve la mirada todo lo que pude. Tendría que haber dicho algo, pero la falta de sueño volvía a embotarme los sentidos y me dejaba sin habla. Lo único en lo que podía pensar era que sus ojos eran de un bonito gris azulado y que su gran nariz de alguna manera le daba aire de fortaleza.

      ¿Por qué quieres tomar el velo? -preguntó-. No es necesario hacer votos para dirigir una abadía.

      -Su majestad tiene toda la razón; pero considero que es mejor hacerlos.

      ¡Oh! ¿Y como es eso? -preguntó arqueando una de sus cobrizas cejas.

No se me escapó la mirada de advertencia de la madre Landrada, pero esta vez, en lugar de faltarme las palabras, no supe quedarme callada.

      -Porque, Majestad, tengo el convencimiento de que una abadía debe tener fines exclusivamente sagrados, no ser una fuente de provecho para los señores. O las damas -añadí-. En consecuencia, debe gobernarla alguien cuyo único fin sea servir a Dios.

LA TENTACIÓN DE LA MONJAWhere stories live. Discover now