Introducción

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—Hey, hey—escuché esa voz, con malicia impregnada. Todos los días me despierta, se manifiesta en forma de susurro. Golpea mi mente sin ningún augurio, a pesar de que sea auto-influyente. Cada día siento menos, cada día vivo menos.

La madera bajo mí crujió, su sonido repugnante crea eco entre el bar vacío que seguía cerrado. Estaba acostado en la barra como lo hacía todas las noches desde que llegué a Nueva York como vagabundo. Los sitios de indigentes solo estaban llenos de drogadictos y personas ignorantes con poca preocupación en sus gastos, llevando a su familia al desahucio.

Me senté en la barra, observando la calma y tranquilidad que ofrecía el establecimiento de bebidas alcohólicas; completamente limpio, con ese olor a incienso que lo caracteriza. Cada botella cuidadosamente colocada en las estanterías sin ningún cotilla acercándose con malas intenciones.

Dejé caer mis pies al suelo y me paré, el suelo desgastado hecho de madera chirría más fuerte que la de la barra, aumentando más el disgusto en mi persona. Me dirigí de una forma lenta procurando no hacer más ruido hacia el baño. Para ser un bar de segunda, eran baños bastante decentes; mejores que los de centros comerciales locales. Tenía una gran fascinación por estos baños, eran parte de un bar en ruinas pero estaban completamente modernizados; porcelana, cerámica y acero inoxidable adornaban la instalación limpia.

Mi cara estaba reflejada en el cristal impecable; ojeras, piel más pálida de lo usual, ojos fatigados, cabello desordenado color ocre y una barba de tres días. Suspiré, lavé mi cara y me preparé para otro día más.

Volví de nuevo a la barra del bar, me senté mirando de forma inexpresiva la pared que quedaba al frente esperando la llegada de Heitmann, el dueño.

Minutos sin pensar en absolutamente nada, parecían horas. Era inexplicable, pero nunca llegaba a pensar acerca de mi vida. Esto me frustra mucho, el hecho de que no tengo la capacidad de reflexionar ante mis acciones pasadas, ni de ver de reojo los errores que cometí.

Nunca tuve la habilidad de preocuparme por mi futuro, todo el tiempo me encierro en el desespero del presente y la angustia actual; no pienso en la relación entre mis obras y el porvenir. Lo acepto, no obstante, no soy capaz de eliminarlo de mi vida.

El cerrojo de la puerta principal suena, advirtiendo del acceso de Heitmann al establecimiento. La puerta se abrió revelando a un hombre afroamericano de 57 años, absolutamente calvo y sin ningún pelo en su barbilla, vejez notoria y uno que otro lunar en la cara. Detrás de él se encontraban unos cuantos trabajadores del lugar que se preparaban para comenzar la jornada.

El reloj indicaba las 2PM, las sillas fueron colocadas en sus respectivas mesas, los empleados limpiaban de forma exhaustiva y yo me acerqué al pequeño escenario que estaba frente al área de las mesas.

Así era como yo lograba sobrevivir; tocaba en una banda barata de pub, donde la única paga es una pizza para el día y dejarme dormir en el lugar. Es todo lo que necesito.

Las puertas se abrieron una vez más, en esta ocasión entraron tres personas; un hombre de 32 años, un muchacho de 18 años y otro de 23. Ellos eran los que tocaban a mi lado, yo tocaba el bajo y de vez en cuando cantaba; nunca fui el centro de atención, y no le veo el problema.

—Buenas tardes, David—dijo el mayor con amabilidad—. ¿Cómo haz dormido?

—Mejor que nunca—respondí con un poco de sarcasmo en mi voz.

—Siempre respondes lo mismo, hombre. Va a llegar un momento donde de verdad duermas mejor que nunca y nadie te va a creer.

—No es necesario que sepan si dormí bien o no—cambié mi tono de voz por uno más serio—, con solo saber que dormí basta.

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⏰ Last updated: Jun 18, 2016 ⏰

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El Hombre Sin SueñosWhere stories live. Discover now