Vampiros

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Arctic Monkeys - Do I Wanna Know?

"Sebastián Lastarria"

Una sonrisa fúnebre y lánguida se deslizo en mis labios sin poderlo evitar. Ver mi alrededor tan gris y maltratado hacía que mi pecho retumbara de excitación, el triunfo burbujeando en mi garganta. Deseaba con todo mi ser poder tomar el flácido cuerpo de ella y envolverla en la manta negra de la muerte que su esencia significaba.

―Estás loco ―bramó ella con la voz temblorosa, retrocediendo inútilmente para mantener la mayor distancia conmigo. Sus vacíos ojos oscuros me observaban con todo el temor que me hacía sonreír aún más. Ese miedo que su rostro atemorizado irradiaba era como una dosis de placer inyectada directamente a mi lúgubre alma―. Yo no te hice nada ―lloriqueó―. Creí que me amabas.

Entonces una estruendosa carcajada brotó de mis labios ante las ridículas palabras que acababa de escuchar. Me burlé de su inocencia de tal manera que me resultó incluso humillante por ella. Temblaba ella en medio del bosque, con el rostro tan pálido que tenía el aspecto casi tan muerto como yo lo estaba. Fue en ese instante cuando, por un par de escasos segundos, consideré la idea de convertirla en vampiresa, de hacerla mía por completo y así poder tomarla cuando se me diera la gana. Pero entonces volví a observarla, a analizarla lentamente, viendo sus delgadas piernas blanduzcas que no dejaban de temblar por mi imponente presencia y supe que ella no era lo suficiente digna como para merecer ser otra de mis posiciones. Pequeña, estúpida e insignificante, era así tal como la vi bajo la nocturna luz que se filtraba entre las hojas de los árboles hasta dar en su agobiado rostro.

―Un Lastarria nunca ama, deberías haberme escuchado cuando te advertí ―murmuré antes de acortar la distancia que nos separaba. Me puse de cuclillas y me erguí lo necesario hacia ella, o quizá demasiado―. Fuiste muy ilusa al creer que un vampiro podría enamorarse de una humana ―me burlé.

No pude evitar actuar cuando quedé bajo su magnífica mirada que me heló el pecho. No debía tocarla más de lo necesario, pero me fue inevitable no acorralarla contra el viejo roble en el que alguna vez nos conocimos. Con los dedos arañando las finas hojas que cosquilleaban mi palma, presioné mi cuerpo contra el suyo, tembloroso y agitado. No me redimí ni un segundo cuando hundí por última vez mi rostro en su suave cuello que desprendía aquel delicioso aroma capaz de aturdir mis sentidos. Inhalé profundo en un suave suspiro y besé su cicatriz con delicadeza, rozándole la piel con los labios de manera casi imperceptible. Un jadeo se escapó de mis labios cuando, contra mi voluntad, pensé en que realmente debía cuidarla y protegerla por el resto de la eternidad.

―Sebastián... ―soltó ella un sollozo tan desgarrador que algo dentro mío pareció romperse. De pronto, aquel corazón que no tenía, pareció haberse agitado desenfrenado bajo mi pecho―. Tú no eres así, no puedes dejar que él gane. ¡Yo te amo!

No podía mantenerla viva y siempre lo supe. Podía estar yo desquiciado y sentirme el rey del mundo, pero desde el primer momento que la vi todo mi fuerza se fue a la mierda. Odiaba sus ojos marrones tan oscuros que me sentía atrapado en ella con una sola mirada. Detestaba su aroma porque confundía mis sentidos. Aborrecía con todo mi ser aquella sonrisa que tan preciosa se me hacía. Y me dolía. Era ardiente como un suspiro saliendo de su boca hacia la mía saber que no podía tenerla. Me sentía incluso humano, tan real a su lado que nada a mi alrededor parecía tener sentido cuando me observaba de aquella manera.

Quería ser el dueño del universo, estar por encima de todos y gobernar el mundo a mi antojo a todo aquel que se me cruzara en el camino. Deseaba la perfección, sin errores ni debilidad alguna. Ya casi lo lograba cuando ella apareció en mi vida como un huracán, arrasando con todo mi mundo lleno de arrogancia y sangre.

No importaba cuántas veces iba a añorar su cuerpo tan cerca al mío. En ese momento intenté olvidar que tendría que soportar el resto de la vida soñando con ella. No le di importancia alguna.

Ella era mi debilidad y yo no podía tenerlos.

―Adios, cariño ―murmuré antes de hundir los colmillos en la suave y delicada piel de su cuello.

Mordí profundo y cerré los ojos con fuerza, mi cuerpo enfriándose cuando el desgarrador alarido de ella taladró mis oídos. Succioné y mis ojos ardieron aún más, mis sentidos confundiendo el dolor que sacudía mi inexistente alma con el placer de beber su sangre tan ansiada. Pero así debía ser, pensé mientras una lágrima se deslizaba por mi mejilla al saberla por fin muerta.

"Un Lastarria nunca amaba"

TRomaldo.

Sueños perdidos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora