Capítulo 4: 光 (Luz) Parte 1

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El sol brillaba con fuerza y le acariciaba la piel de las manos. Sentía la calidez pero no el escozor que debía de estar ahí y del que había leído y oído hablar. La quemazón, la piel que se derretía como cera bajo aquella implacable luz. Movió los dedos como si bailara con ellos y observó al gran astro pendido en el suelo. Pocas veces eran las que dedicaba tiempo a levantar la mirada por encima de los edificios que se alzaban piso tras piso hacia la inmensidad del cielo siempre tan cubierto de polución. Pekín era una ciudad con el aire sucio y enrarecido, y días en que ni siquiera se podía ver por donde pisaba uno en el suelo.

Había cambiado tanto aquella pequeña ciudad. Aquella joya en la que La Ciudad Prohibida seguía brillando con luz propia, ahora convertida en un lugar turístico más, lejos del cometido por la que se construyó. Habían pasado muchos años desde que el último emperador caminó por esos largos pasillos teñidos del color dorado y rojo de la realeza. También habían pasado muchos más desde la primera vez que él se maravilló por la majestuosidad de la arquitectura y los muros de aquel lugar que llegaba a atisbar en el pasado al pasar por delante de las puertas principales, donde la guardia real vigilaba constantemente vestidos en trajes opulentos y las lanzas agarradas con fuerza en posición vertical.

Luhan desvió la mirada del sol que seguía brillando implacable en el cielo y guardó la mano en el bolsillo del vaquero desgastado. A su alrededor, el sonido característico de la ciudad era ensordecedor. Una amalgama de diferentes sonidos que se juntaban y convertían aquello en la conocida música de la ciudad. Paseó la mirada por las diferentes formas que se presentaban ante él. Los edificios, fachadas acristaladas y antenas de telecomunicación en sus crestas. Los taxis, coches y autobuses de dos plantas. Los hombres y mujeres, más mayores, más jóvenes, algunos con maletas en las manos, otros con sonrisas de oreja a oreja en los rostros. Niños que corrían con un helado que se derretía a cada segundo entre los dedos, perros que ladraban al encontrarse unos con otros como muestra de saludo y territorial.

En la pequeña esquina en la que estaba, observaba el movimiento de la ciudad mientras dejaba que sus sentidos se adaptaran a aquel ataque de sonidos y de luz. De olores como el de los tubos de escape, el de la comida que se hacía en uno de los tenderentes que había montado en uno de los laterales de la acera. El olor a crema solar y a maquillaje, la colonia de las chicas que pasaban por su lado con sonrisas color carmín en los labios. El olor de la crema de afeitar de los jóvenes que pasaban al lado de él en monopatín, algunos andando, otros corriendo hacia el autobús que estaba a punto de abandonar la parada para incorporarse al denso tráfico de la avenida.

Dejó que los minutos pasaran mientras la ciudad seguía en movimiento. De pie, ahí entre aquella multitud, se sentía un extraño. Era una sensación peculiar que no podía calificar de agradable o desagradable. Simplemente sabía que no encajaba en esa algarabía, en ese presente que tan rápido se movía como si el mundo se fuera a terminar de repente.

Al otro lado de la calle, un hombre mayor leía el periódico en la marquesina con la cabeza hundida entre las páginas. La piel arrugada de las manos reflejaba la avanzada edad que se apreciaba en el rostro cada vez que se echaba para atrás para pasar una página. Unas gafas se sujetaban sobre el puente de una nariz pronunciada, y una barba blanca se asomaba de vez en cuando con cada pequeño movimiento en el asiento.

Leía con calma. No había cogido ninguno de los autobuses que habían parado en todo el rato que él llevaba observando. Ni siquiera había levantado la mirada. Simplemente estaba ahí mientras leía con ojos grises.

A Luhan se le antojó que se parecía a aquel señor mayor a pesar de que cualquiera que mirara en su dirección vería a un joven de ojos grandes y nariz pequeña y levemente respingona. Un rostro ovalado enmarcado por mechones de pelo negro que le hacían parecer tener menos edad. Pero por dentro se sentía muy viejo. Demasiado. Quizás más que aquel señor mayor que, después de todo, parecía disfrutar de su lectura. Él no podía decir lo mismo. De hecho, tenía una tristeza enterrada muy hondo en alguna parte de su ser. Esa tristeza, ese anhelo, que eran la razón de que hubiera salido de las cuatro paredes en las que se refugiaba durante las horas diurnas.

[kray] Tinta rojaWhere stories live. Discover now