Mi mayor tesoro

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Mi mayor tesoro

La geografía de América era como un mapa de aventuras para el pequeño Alfred; frondosos bosques que parecían selvas de colores que transmutaban con las estaciones, y un cielo que se extendía cubriéndolo de nubes de día y millones de estrellas de noche.

Básicamente se dedicaba a recorrerlo todo, como el niño curioso que todavía era.

Incluso algunas veces se llenaba de coraje y se atrevía a ir más al este, donde se encontraba el límite de su mapa geográfico que él mismo había ido dibujando conforme exploraba.

Ese límite era el mar. Del mismo color que sus ojos, el mar formaba una barrera de todo lo que estaba al otro lado, como si fueran los brazos de una madre que lo recogían para que no saliera corriendo y se hiciera daño.

A Alfred le gustaba ir allí, a las playas cristalinas más al sur, muy cerca de las islas donde las gentes celebraban grandes fiestas del fuego en la arena; y sentir el viento marino revolverle el cabello con cariño.

Para un niño de ocho años como lo era él, y pese a su condición como terra animam, hasta lo más simple le fascinaba. Era por eso que sus aventuras se resumían en explorar con ayuda de una espada de madera (porque tenía miedo de las serpientes) los bosques verdes y exuberantes y navegar en una pequeña barca siete leguas (más o menos hasta donde el agua le cubría las rodillas), para hundir su mano en ella y acariciar a los peces.

Todo aquello era el mundo para Alfred, un lugar tranquilo que disfrutaba con la compañía de otros seres.

O al menos eso parecía hasta que empezó a ver una cosa muy curiosa.

Un día a lo lejos sobre el mar, algo que parecía un animal marino gigante se dejaba ver últimamente entre las brumas. Lo hizo durante varios días, y Alfred lo observaba con atención por si escupía un chorro de agua o saltaba creando olas gigantes. El pensamiento de hacerse amigo de una ballena lo entusiasmaba aún más.

—¡Ven, ballena! ¡Nos haremos grandes amigos!

Y una tarde, como si aquel animal marino lo hubiera escuchado, Alfred lo conoció.

Para nada era una ballena, ni siquiera era un animal.

La bandera negra que colgaba desde lo alto decía muy bien lo que era.

—¡Es un barco pirata!

Empujado por las fuerza de las olas, el barco arribó con violencia arrastrando la niebla espesa consigo. El ruido del choque entre la tierra y el barco sobresaltó a Alfred. En un segundo todo pareció oscurecerse, y él sólo pudo correr hacia una pila de rocas. Enseguida, un grupo de hombres lanzaron una escalera colgante improvisada por la que bajaron del barco.

—¡Bien, muchachos! Vamos a comenzar la expedición. Si encontráis oro o cualquier otra cosa de valor, echadlo en los cofres que se os den. Y recordad que sólo hemos venido a llevarnos lo mejor de esta tierra.

Mientras los piratas reían y se preparaban para atracar, el pequeño los vigilaba con el ceño fruncido.

Ahora que los piratas han llegado, es cuando tengo que sacar mi valor, se dijo llenándose los pulmones de aire salado y apretando la espada de madera. Con un impulso, se levantó con tanta energía que acabó por chocar su pierna con un filo rocoso. La roca le rasguñó como un cuchillo gran parte de la rodilla, comenzó a brotar sangre. Su chillido se escuchó.

—¿Mh? ¿Qué ha sido eso? - preguntó uno de los piratas.

—Ha venido de allí, detrás de las rocas creo.

Mi mayor tesoroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora