Capítulo 7

921 47 7
                                    

Estábamos aparcados frente a unas enormes puertas de madera que parecían tener unos trescientos años por el verde musgo que lo cubría. De uno de los pilares que las sostenían colgaba un cartel escrito con enormes letras rojas: PROPIEDAD PRIVADA. Sam había bajado de la destartalada camioneta para buscar a alguien que pudiese abrir los tres candados que mantenían las puertas cerradas o encontrar alguna otra forma de entrar a lo que no podía ser otra cosa que la propiedad del viejo Señor Roberts. La casa más allá del portón era roja, de dos plantas y con techo de latón. En una de las ventanas del segundo piso se veían unas cortinas cerradas con estampados de cohetes. Me sorprendí ante la idea del loco agricultor como un hombre de familia, que era lo que esas cortinas daban a entender, siempre me lo había imaginado como un ermitaño. A la derecha de la casa roja, se encontraba un pequeño galpón que alguna vez fue del mismo color. Ahora la pintura se había descascarado con el tiempo y se podían ver los tablones grises bajo ella. Detrás de ambas construcciones había un extenso terreno sembrado de trigo, por lo que pude ver. Calculé que si me metiera a aquella plantación, quedaría solo mi cabeza a la vista. La planicie delimitaba con un bosque que aparentaba tener al menos un par de siglos de antigüedad. Siempre había amado observar las copas de los árboles, y eso es precisamente lo que estaba haciendo cuando creí entrever un pequeño movimiento entre los fornidos troncos y los arbustos silvestres. Fue un acto casi imperceptible, hasta el punto en que me pregunté si no lo habría imaginado, no sería primera vez que me ocurría algo así. Además, todo este asunto de los lobos y el Qüercum me tenía de los nervios. Antes de poder tomar algún tipo de decisión sobre lo que acababa de ver o creí haber visto, sentí la puerta a mi lado abrirse y a Sam subiendo al coche a mi lado.

-El jodido cerco de alambre es más largo de lo que creí.- Me dijo entre jadeos y por su dificultad para respirar adiviné que había estado corriendo, y bastante. Sam no era de los que se cansaban fácilmente. - No hay otra entrada en kilómetros.

-¿Y alguien que pudiera abrirnos? ¿Alguna señal de vida?- pregunté con más esperanza de la que sentía. El lugar estaba desierto, a este hombre obviamente no le gustaban las visitas.

-No hay movimiento al rededor de la casa, al menos.- Respondió él. Yo adopté una expresión traviesa que él debió notar ya que me lanzó una mirada de advertencia mientras decía:

-Esa cara de malicia tuya no presagia nada bueno, Collins.

-Bueno. Si no hay nadie fuera, tal vez sea hora de llamar dentro ¿no crees?- Bajé de la camioneta y me acerqué a las podridas puertas cerradas con tres enormes candados. Rodeé mi boca con ambas manos, creando una epecie de megáfono improvisado y hablé en un tono firme y claro:

-Eh, Señor Roberts. ¿Hay alguien en casa?- No hubo respuesta, sin embargo oí un ruido de pasos bajando la escalera apresuradamente. Me quedé inmóvil en mi sitio hasta que escuché la puerta abrirse y lo que vi me dejó atónita por un momento. Reconoí al hombre parado en el porche en cuanto lo ví. Ahora se encontraba sin camisa y su enorme panza prácticamente colgaba como una enorme lengua peluda. Todo lo que podía pensar era: "Ew, ew, ew, ew, ew." Luego de unos segundos de observar atónita su asquerosa barriga, reparé en un detalle un poco más importante: "Este hombre me está apuntando con una escopeta." No creí que mis ojos pudieran abrirse más de lo que estaban, pero lo hicieron. "¿Qué, en nombre de todos los Dioses, está pasando aquí?" Estaba absolutamente paralizada. Entonces oí la voz de Sam y enseguida mi estupidez repentina se evaporó.

-¡Hey! ¿qué cree que hace? ¿Está loco? No va a disparar esa cosa, ¿verdad?- Sam se pegó inmediatamente a mí y me abrazó por los hombros. Su voz sonaba firme y autoritaria, era la voz que ponía cuando hablaba con algún profesor o autoridad, yo siempre había bromeado sobre ella y la había llamado "Sam el empresario". Pero a pesar de que en su voz no se notaba rastro de miedo o nerviosismo, podía sentir su mano temblar sobre mi hombro derecho. Cuando el viejo abrió la boca, no fue precisamente para darnos una cálida bienvenida.

LendWhere stories live. Discover now