Hogar, dulce hogar

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Isaac Hemingway estaba cansado. Cansado del olor a metal oxidado y plástico, del aire sucio, de la antipatía de la gente, de absolutamente todo. A pesar de tener uno de los cargos más importantes de la Base n°XXIV, mejor conocida como "El chatarrero" por sus habitantes, consideraba que su vida carecía de sentido.

No era el único. La apatía era un mal creciente en la raza humana desde que tuvo que huir de su mundo al volverse inhabitable, por culpa de su propia ambición. Le llamaban "El mal de las estrellas" y todos lo experimentaban al menos una vez en su vida, en algunos casos volviéndose una compañía permanente.

A pesar de los años, los humanos no se habían adaptado a vivir en ambientes artificiales y sufrían aún las repercusiones de haber destruido su propio mundo. Una raza nómade y en decadencia que había buscado un nuevo hogar a través del universo durante mil años, sin éxito. El único legado de la Tierra eran algunos libros electrónicos que habían sobrevivido la época oscura de la humanidad, aquellos primeros años en el espacio cuando la locura abundaba y el caos reinaba.

Había leyendas, por supuesto, pasadas de generación en generación y convertidas en cuentos para leer a niños pequeños antes de dormir, dándoles esperanzas de una vida mejor. Isaac recordaba aquellas que le había contado su abuela sobre enormes lagos de agua salada que continuaban más allá de donde la vista alcanzaba, sobre animales que volaban por los cielos en libertad, sobre tormentas de viento que arrasaban con todo a su paso, sobre el olor a bosque mezcla de humedad y savia. Fueron esas historias las que lo habían impulsado a ser el capitán de la base, con el anhelo de encontrar un lugar donde pudiese ver todas esas maravillas.

Su esperanza había sido aplastada por la realidad cuando creció, dándose cuenta que el fin de la humanidad estaba cerca a causa de la tecnología obsoleta y el poco conocimiento para renovarla. Sus antepasados se habían encargado de destruir su único hogar y meterlos dentro de una tumba milenaria.

Por estas razones y muchas más, cuando una de las sondas de reconocimiento emitió una alarma indicando el descubrimiento de un mundo de características prometedoras, su única reacción fue seguir el protocolo con aburrimiento.

-Envíen un equipo de reconocimiento -ordenó con su grave voz.

-Entendido capitán, equipo rojo 22 preparado para departir en dos horas -respondió metódicamente uno de sus subalternos.

-Y preparen la Base para departir en cuanto sea posible -agregó Isaac antes de retirarse del centro de comando.

Las bases espaciales estaban en constante movimiento por el universo buscando un nuevo hogar desde hacía mil años. Ya nadie sabía cuántas existían ni cuántas habían sucumbido en la inmensidad del espacio. Simplemente había pasado demasiado tiempo. Isaac no recordaba haber cruzado otra base humana en toda su vida y con los años comenzó a sospechar que la suya era la única en funcionamiento.

Días pasaron, e Isaac se olvidó por completo de la sonda y del equipo de reconocimiento enfocándose en problemas más tangibles y preocupantes como lo eran los filtros de aire con sus intermitentes fallas. Cuando un oficial se acercó corriendo, tartamudeando palabras inteligibles, a Isaac le costó recordar a qué se refería.

-El equipo... ¡LO LOGRAMOS, CAPITÁN! ¡LO LOGRAMOS! -exclamó el oficial exaltado.

El corazón de Isaac comenzó a palpitar fuerte por la emoción, algo que no sucedía desde su adolescencia, pero intentó mantener el semblante profesional y serio como era esperado de su cargo en esta situación. ¿Y si era una falsa alarma como tantas otras?

Cerrando los puños para darse fuerza, el capitán se dirigió al centro de comando donde reinaba un ambiente expectante cargado de energía.

-¡REPORTE! ¡YA! -gritó Isaac sobresaltando a más de un oficial sumido en sueños.

-Tenemos al Dr. García en línea, capitán. Nos está enviando la información -anunció un subalterno con voz quebrada.

-Capitán, es habitable. ¡EL PLANETA ES HABITABLE! -sonó una voz electrónica y llena de interferencia a través de los parlantes.

Un grito de alegría y alivio ensordeció al capitán durante varios segundos, pero él se mantuvo inmóvil, su corazón acelerándose un poco más. ¿Podía ser? ¿Podía animarse a sentir esperanza?

-¡SILENCIO! Desplieguen la información en las pantallas, ¡AHORA! -gritó sobre el barullo para hacerse escuchar.

Los datos aparecieron al par de minutos, llenando los monitores del centro de mandos de cifras, datos y fotografías. Un pequeño planeta celeste resaltó entre los infinitos números, y a Isaac se le revolvieron las entrañas de nervios. Algo instintivo y arcaico se despertó dentro de su ser y cuando volvió en si notó que sus mejillas estaban empapadas de lágrimas. A su alrededor, el silencio le había ganado al bullicio y todos se encontraban mirando el planeta embobecidos.

Una pequeña luna lo adornaba, y el par parecía perfecto, y correcto. Una idea surgió entre la confusión que era la mente de Isaac.

-Pongan en pantalla los datos más antiguos que tengamos sobre la Tierra- ordenó el capitán intentando que su voz sonara firme aunque sentía que iba a desplomarse en cualquier momento.

Los datos de la Tierra habían quedado guardados en un rincón de los archivos digitales de la Base, descartados por ser inútiles en la nueva realidad de la humanidad. Aunque nadie creía necesitar los datos para confirmar lo que su corazón les gritaba, sopesar la verdad con información tangible fue como un golpe en lo más íntimo de sus almas.

Con su mano temblando, el capitán tomó el micrófono que usaba para realizar anuncios a la tripulación y exclamó con toda su fuerza:

-¡Señoras y señores, regresamos a casa!

Usando su otra mano, tecleó en una pantalla el código que había querido digitar toda su vida, aquél que se había resignado a nunca usar, aquél que enviaba una potente señal a través del espacio alertando a las otras bases de que habían encontrado un nuevo hogar.

Hogar, dulce hogar. Bienvenida de vuelta, Tierra, decía.

Hogar, dulce HogarWhere stories live. Discover now