Lata y un abrazo

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17 de abril de 1945, afueras de Berlín, Alemania.

¿Cuánto llevaba vagando por calles de ese pueblo desolado por la intensa guerra?

¿Cuatro días?

¿Una semana? Tal vez más, ya no se preocupaba de contar las horas o los días. Sólo quería saciar la sed y hambre que su estomago demandaba.

Estúpidas y mundanas demandas humanas.

Suspiró con pesadez y se sentó en un pedazo de techo que se encontraba en el piso. Sobó sus brazos ante el frío del nuevo mañana que lo volvía a recibir.

—Tsk...—bufó con pesadez, apoyó su cabeza en su mano derecha mientras observaba con aburrimiento el entorno que lo rodeaba.

Un pueblo abandonado, solo y sucio. Lleno de casas destruidas y cubierto de nieve.

Y ahí estaba: Orihara Izaya, teniente de batalla del frente ruso abandonado luego del ataque sorpresa que les habían tendido los nazis a las afueras del inhóspito pueblucho que se encontraba antes de la entrada este de Berlín. Sabía perfectamente que no debí ir con solo su grupo, veinte personas eran muy pocas. Y aun así fue a investigar y tender lugar en dicho pueblo.

Demasiada confianza le jugó en contra.

El ya haber perdido a su escuadrón entero y el tener que haber huido—de forma cobarde según él— luego de ver que era el único sobreviviente. Era un golpe muy bajo para el joven chico soviético.

Y bueno, ahora el pobre teniente de tan solo veintitrés años se encontraba solo, con frío, hambre y sed. Además de estar vestido con su traje militar de color gris oscuro ya desgarrado en algunos sitios y una que otra mancha de sangre que no era suya.

Sin más, el joven se levantó de su asiento y se dedico a mirar el pueblo en el cual se encontraba. Debía encontrar algo de comida y agua, aunque fuera un poco. Si no se topaba con algún almacén, tienda o casa que tuviera algo. Moraría en este lugar.

Caminó observando el paisaje que la guerra le mostraba, inhóspito, desamparado y con olor a pólvora que llevaba consigo más de alguna vida de este pequeño poblado. De casas pequeñas, de no más de dos pisos, con un patio mediano de separación y cubiertas de nieve era el panorama que recorrió Izaya durante la tarde. Su estomago ya harto de rechistar dejo de reclamar, como si supiera que su dueño pasaría por alto dicha alarma.

Al llegar a lo que era o fue la plaza de la villa, algo en el interior del chico se removió. ¿O tal vez fue su estomago feliz en saber que podría llenarse de deleitosa comida?

Sin pensar en el dolor de sus piernas, en su respiración raposa y el dolor de su abdomen, Orihara Izaya corrió hacia un almacén pequeño que se encontraba a la esquina de la plaza. Estaba polvorienta, con los vidrios rotos y maderas que eran de la pared salidas. Estiró su cuello unos centímetros—o los que le ofrecía realmente— y miro con cuidado; sin cortarse con los pedazos de vidrios salientes dentro de la tienda.

Nada por la derecha.

Nada por la izquierda.

Ni arriba de los estantes que quedaban.

Vaya que le estaba yendo mal, la desdicha ya se estaba apoderando de él. Con esperanza volvió a ver, esta vez en el suelo, revisó de izquierda a derecha.

Joder...

Miró de esquina a esquina nuevamente de forma más meticulosa aún con ilusión de haber pasado por alto algún lugar que tuviera un tarro de comida o algo parecido.

Y así fue.

Detrás del estante que se encontraba partido a la mitad, se hallaba un frasco metálico de algún alimento en lata. Sin pensarlo dos veces golpeó la puerta esperando que cediera, más no lo hizo. Nuevamente lo intentó, respiró con lentitud; dio un paso hacia atrás dejando el dolor de lado junto con la inanición que lo inundaba nuevamente. Concentró toda su fuerza en la patada que logró dar ver como la puerta caía de un solo golpe, mientras se rompía en el piso.

Shot's Au ShizayaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant