Capítulo 1

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La muchacha resopló, mientras se acomodaba el bolso con un gesto de impaciencia. La falda se movía sensualmente alrededor de sus muslos, bailando con la brisa que recorría la ciudad, y su blusa translúcida dejaba adivinar las curvas de su cuerpo. Se apartó un mechón de pelo del rostro, colocándoselo detrás de la oreja. Su reflejo imitó sus sensuales movimientos a lo largo de todos los escaparates de la céntrica calle de Madrid. 

Sin poder evitarlo, sonrió. Orgullosa, altiva, olvidando la discusión con Pedro. No quería volver a pensar más en ese idiota. Demasiado daño le había causado ya para que encima regresara a casa de mal humor.

Había cortado con él hace semanas. Puede que unos meses atrás hubiese perdonado sus infidelidades, pero ahora no. Sus constantes promesas de cambio no se habían cumplido. Por ello, había decidido alejarse de él. 

Y aunque había sufrido, ahora se sentía feliz.

Libre.

Y no tenía intención de que el reciente encuentro con su ex, donde le había rogado que volviese con él, arruinase aquella paz interior.

Sus labios rojos llamaron la atención de un chico que pasaba en aquel momento por su lado. Encandilado, le regaló una tímida sonrisa. Ella enarcó una ceja, divertida. Sin embargo, siguió su camino. Sintió la mirada de aquel muchacho clavada en su falda cuando se alejó calle abajo.

Era guapo, pero ahora no era el momento. Esta noche sería la hora de ligar. Disfrutaría con todos los chicos que le apeteciese, sin ningún tapujo ni miedo. Pero claro, dando preferencia a su amiga Clara, que por eso era ella la cumpleañera.

Hoy todas sus amigas tenían pensado pasárselo en grande en la mejor discoteca de la ciudad, celebrando que Clara, la mayor, acababa de cumplir 20 años.

Suspiró. Durante las anteriores semanas se había visto sumida en una oscura depresión. Cortar una relación de dos años y medio no era fácil. Había llorado como nunca. Pero ahora había recobrado las ganas de vivir, de comerse el mundo.

Había perdido el tiempo con Pedro, ese idiota que se había pegado el lote con la primera que se le ponía delante, un chico que no le había querido.

Y ahora era su momento de disfrutar. Fiestas, salidas, viajes… no dejaba de planear quedadas con sus amigas y amigos. Y cada vez más lejos y de mayor duración.

Sus padres, que se habían preocupado tanto por ella durante aquellas semanas, no pusieron muchas pegas. Dejaron que su hija recobrara las ganas de ser feliz, siempre y cuando eso no afectara en las clases ni a las notas de la universidad.

Y así se encontraba ella, agarrando fuertemente las asas de las bolsas de plástico, mientras caminaba por la ciudad. Tenía que regresar cuanto antes a casa, arreglarse, y preparar el regalo para su amiga.

Y por supuesto, preparar la sorpresa para su hermano.

Dos días después cumpliría 10 años. Ya se estaba volviendo todo un hombre. El hombrecito que más querría para el resto de su vida. 
 
Una vibración en su bolso llamó su atención. Cambio las bolsas de una mano a otra y rebuscó con dificultad, sin dejar de caminar.

Tenía prisa, Pedro le había quitado mucho tiempo.

Cuando encontró el aparato apenas se dio cuenta que acababa de atravesar la barrera humana que separa la acera del asfalto. No se fijó en el color rojo intenso del semáforo de peatones. Absorta en desbloquear la pantalla de su teléfono no escuchó los gritos de advertencia.

Lo que si escuchó fueron los frenos del vehículo. Chirriantes y desgarradores, como un grito escalofriante.

A Sofía se le pusieron los pelos de punta. Sus ojos viajaron, veloces, hacia aquel gran autobús que avanzaba hacia ella. Los gritos estallaron a ambos lados de la acera, entre las personas que contemplaban la escena, tan petrificados como la muchacha que estaba a punto de ser arrollada.

Cerró los ojos y su cuerpo salió despedido tras un fuerte golpe en su espalda. Su mente comenzó a dar vueltas mientras rodaba por el asfalto una y otra vez, con los párpados fuertemente cerrados.

Sintió el fuerte olor a quemado que desprendía los neumáticos del autobús, los gritos de la gente, sus bolsas de plástico retorcerse en suelo, aplastadas por su cuerpo, el calor del sol de aquel día que debería de haber sido perfecto.

Abrió los ojos.

Desorientada, se dio cuenta de que no se encontraba debajo de las ruedas del vehículo.

Alzó su magullada cabeza del asfalto y se topó de frente con los ojos azules de un señor de unos sesenta años. Canoso y con tantas arrugas que lo hacían parecer más viejo de lo que era, adornando su rostro una frondosa y descuidada barba.

Se encontraba tirado en el asfalto, a unos metros de ella. Y la miraba fijamente, con una sonrisa en los labios, reflejando una inmensa paz interior. Con los ojos llenos de profundo amor…

—Vive…—gesticuló con los labios.

Y eso fue lo último que dijo antes de que el autobús destrozase su cuerpo delante de Sofía.

Tiempo [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora