Capítulo I

603 10 4
                                    

Mi origen es ginebrino y nací en el seno de una de las familias más distinguidas del país. Desde tiempo atrás, mis antepasados se desempeñaron como consejeros o síndicos, y mi padre había cumplido con honradez y consideración los numerosos cargos públicos que había ocupado. Quienes le conocían le respetaban a causa del infatigable entusiasmo y de la integridad que mostraba en sus puestos políticos. Había pasado su juventud entregado por entero a los asuntos de su patria. Y por diversas circunstancias no se casó a una edad temprana y sólo pudo convertirse en padre de familia al llegar el ocaso de su vida.

Como hay algunas circunstancias de su matrimonio que ilustran su personalidad, no quiero continuar adelante sin mencionarlas. Tenía por mejor amigo a un comerciante que, tras haber disfrutado de una buena posición económica, se había visto reducido a la miseria a causa de varios tropiezos económicos. Ese hombre, llamado Beaufort, era orgulloso, y no fue capaz de resistir esa vida de miseria al haber perdido su posición en la sociedad donde se había distinguido por su riqueza. Por lo tanto, saldó todas sus deudas y se retiró a vivir en compañía de su hija a la ciudad de Lucerna, ignorado de todos, casi en la más absoluta pobreza.

Mi padre le profesaba a Beaufort una gran amistad y al enterarse de su destierro obligado por tan infortunadas circunstancias, le afectó profundamente.

Deploró amargamente el falso orgullo que había llevado a su amigo a comportarse de una manera tan poco adecuada con el cariño que les unía e inmediatamente se dio a la tarea de buscarlo, con la esperanza de llegar a convencerle de que recobrara su posición, aceptando para ello su ayuda y su crédito.

Beaufort había tomado precauciones eficaces para ocultarse y sólo después de transcurridos diez meses fue que mi padre pudo descubrir su paradero. Lleno de júbilo se apresuró a ir a la casa de su antiguo amigo, que se encontraba en una humilde calle a orillas del Reuss. Cuando llegó, por desgracia, no encontró más que desesperación e infortunio. Beaufort había logrado salvar una pequeñísima cantidad de dinero que había bastado, tan sólo, para proveer, durante algunos meses, el sustento precario para él y su hija. Esperaba mientras tanto conseguir un empleo en alguna empresa antes de que se acabara y, en el intervalo, permaneció forzosamente en la inanición. Su pena, día tras día, se iba haciendo más pesada y difícil de soportar, puesto que durante todo este tiempo se abandonaba a sus tristes meditaciones. Tanto llegó a obsesionarse que, transcurridos tres meses, cayó enfermo en cama y quedó imposibilitado de realizar hasta el más mínimo esfuerzo.

Con la mayor ternura e infinito cariño, fue atendido por su hija, pero a su vez se desesperaba al contemplar cómo disminuían rápidamente sus fondos, sabiendo que le sería imposible contar con alguna otra ayuda. A pesar de todo, Carolina Beaufort poseía una gran fortaleza de carácter y la adversidad templó su entereza. Buscó y obtuvo un modesto trabajo como trenzadera de paja y por diversos medios logró ganar un pequeño salario que apenas si le bastaba para cubrir las necesidades más apremiantes.

Así pasaron varios meses. En este lapso empeoró el estado de su padre y tuvo que dedicar un mayor tiempo a su cuidado. Sus ingresos disminuyeron y, a los diez meses de su partida, Beaufort murió en sus brazos dejándola huérfana y en la mayor miseria. Esta última desgracia la sumó en la desesperación. Mi padre la encontró, llorando amargamente sobre el ataúd. La pobre muchacha lo vio como un espíritu protector y se puso por completo en sus manos. Después del sepelio, mi padre llevó la a Ginebra y la puso al cuidado de una familia amiga suya. Transcurridos dos años la convirtió en su esposa.

Había una gran diferencia de edad entre mis padres; sin embargo, esta circunstancia parecía unirles con mayor intimidad en su mutuo y profundo amor. Tal vez antes él había sufrido al comprobar la indignidad de alguna mujer y esto le predispuso para concederle un mayor valor a las virtudes de mi madre. Su cariño por ella se basaba en una adoración poco común a su edad, pues sus sentimientos se fincaban en la admiración que le inspiraban las cualidades de su esposa y en el deseo de hacerle olvidar, en lo posible, las penas que había sufrido. La trataba con exquisita delicadeza y velaba para que todo estuviera dispuesto de manera que quedaran satisfechos hasta sus más íntimos deseos, se afanaba en protegerla del mismo modo que el jardinero protege de las nevadas a una planta exótica y procuraba colmarla de cuanto pudiera complacer su naturaleza dulce y amable.

FrankensteinWhere stories live. Discover now