III

48 7 0
                                    

—¿Cuentos de terror? —reiteró Ciel de brazos cruzados, ya listo según él para dormir.
—¡Sí! Contar este tipo de historias bajo la lluvia, bebiendo chocolate caliente y con sábanas encima puede ser divertido. —promocionó Jokerine.
—Tal vez... ¿Pero terror en Navidad?
—¿Cuál es el problema? —presumió ella su traviesa sonrisa que procuraba ser tétrica— El invierno puede ser crudo, frío y violento....
Todos se encontraban ahí y escuchaban atentamente al plan. Como Sebastian dominaba que su amo lo rechazaría, lo comprometió avisando que traería las bebidas. A Ciel no le quedó de otra, pero al menos tuvo el lujo de matar a su demonio con su mirada tuerta.
A Elizabeth le interesó la idea y le porfió a su amado —¡Sí, hagámoslo!
Éste no contestó, cerró sus labios y se mantuvo como estatua formal, deseando salir de la ocasión.
—¿Qué pasa, Ciel? —se burló Jokerine— ¿Tienes mieeeeedo?
—Tonterías, esto solo me resulta algo infantil.
—Pero si yo lo hago siempre con Nii-Chan.
Blake lo aprobó, y oficialmente Ciel accedió sin remedio al juego.
Entonces el grupo de jóvenes aristócratas se reunió en la biblioteca; a esta le tomaría como unos diez hombres parados entre sí para tocar el techo; habría que tomar escaleras para elegir ciertos libros de los infinitos estantes.
Solo había una chimenea, por lo que el grupo se arrimó cerca de esta. Elizabeth se sentó en la alfombra, enrollada en una sábana; igual los hermanos Villan, quienes adherían mutuamente sus hombros; Sebastian se mantenía erguido al lado de la entrada, en caso de que requería atender a alguno; y por el lado de Ciel, por fineza se sentó en uno de los sillones de alrededor del tapete. Cada uno gozaba del chocolate caliente de más alta calidad; menos el mayordomo, por obvias razones.
—¿Y bien? ¿Qué historias narrarás? —le interpeló desinteresado el Conde.
La baronesa primero bebió su chocolate de un trío de tragos continuos, exhaló satisfecha y replicó —Mis favoritas de Edgar Allan Poe. —explotó en una risa malvada.
A nadie le puso los pelos de punta esa risa, por el bigote de chocolate que Blake se encargó de limpiarle —Creí que esos cuentos te daban miedo. —le glosó.
—Eso fue hace mucho. —respondió mientras un pañuelo le limpiaba la boca.
Ciel era un ratón de biblioteca, conocía numerosos autores incluyendo a Poe, y por eso trató de desanimar la fiesta: —¿En serio piensas leernos los cuentos de principio a fin? Amanecerá para entonces.
La cuenta-cuentos asió el candelabro del buró con tal de concebir el ambiente adecuado —No, eso sería aburrido... Yo se los contaré a mi estilo, agregaré brillos mágicos de Jokerine... —a esa niña rubia la poseía el espíritu de Halloween en Navidad, cuánta causticidad cabía dentro de ese diminuto cuerpo— La primera que les contaré se titula... —sopló a las llamas de las velas— El gato negro.
En seguida estalló un relámpago. Su luz atravesó por las largas ventanas que terminaban en forma puntiaguda. Su trabajo era proyectar la sombra de toda materia dentro del salón; no obstante, falló con la sombra de Jokerine. En vez de sombrear la silueta de una niña con un candelabro en mano, se visualizó claramente la de otra anormal; llevaba unos cuernos contiguos a la cabeza, se notaba que era una híbrida felina; y en vez de candelabro, cargaba un abanico de naipes. Lo más anómalo sobre todo era que la sombra sonreía. En el medio de su cara había un hueco semicírculo; las sombras nunca serían capaces de reflejar la felicidad de alguien, no importase qué tan evidente fuera.
Elizabeth pegó un brinco por el conveniente relámpago; mientras que por el fenómeno, desapercibida.
—Tu sombra... —bisbiseó Ciel. Por el resto de su vida juraría lo que vio, no fue una falla óptica. Peor todavía, nadie más se percató de ello.
—Hermanita... —comenzó diciéndole Blake, engañando a Ciel de haber sido otro testigo— ¿No prenderás de nuevo las velas?
Por parte del conde, no conseguía adivinar si todo fue alguna obra sobrenatural de Jokerine o si ella también ignoraba esa macabra coincidencia. No estaba dispuesta a eliminar su maliciosa sonrisa dentro de un buen plazo, ¿se trataba de un absuelto gesto o una travesura intencionada para marcarle un trauma?
—Así no tiene chiste, Nii-Chan, esto ayudará a crear entorno —miró al pobre conde—. Las prenderé solo si a Ciel le da miedo, fufufu...
¿No era sospechoso? Ya había estado molestándolo con eso. Ciel obtuvo de vuelta su orgullo y le protestó: —¿Por quién me tomas?
—Por un--
Antes de que lo insultara ligeramente, Blake alcanzó a jalarle las riendas , fulminándola con una ojeada —Jokerine...
—Jiji, ya basta, entonces. ¡El gato negro! —formuló una dramática pausa para iniciar con los mejores o adecuados vocablos— No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a narrarles. Desde la infancia, un hombre se destacaba por su bondad, que se centralizaba en su amor por los animales. Contaba con una gran variedad de estos en su hogar. Acariciarlos y alimentarlos se había vuelto uno de sus mayores placeres, al nivel en el que me complacen las cartas.
—¿Tanto así? —se deslumbró Elizabeth, dando una débil gracia en su rival.
—Sí, así de abundante. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre. Este tuvo la suerte de casarse joven con una hermosa doncella que compartía sus preferencias. Tenían pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito... y un gato. —Jokerine clavó su plateada vista en el ojiazul en un papel de depredador a presa.
Ciel no fue capaz de reaccionar al segundo evento chocante que venía. Su mundo se consumió en un vacío en donde solo Jokerine y él existían, como si fuese él su señera audiencia. Los ojos de la joven cambiaron a un centelleante amarillo de luna llena. Unos sonidos perturbantes salieron de su ser, provenientes de las nuevas extremidades que adquiría. Lentamente, se levantaron unas orejas negras de gato mientras que se culebreaba hacia afuera una cola por la parte baja de su espalda. Se escuchó tal cual una tortura pausada que desprendía los huesos de la víctima.
—Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Mercurio (tal era su nombre) se había convertido en el favorito del hombre y en su camarada. Solo él le daba de comer y el gato lo seguía por todas partes en casa.
—¿Qué no se llamaba Plutón? —la interrumpió su hermano, presentándose solo por ese diálogo como si su voz fuese la energía vital de una imaginaria llama; y al terminar de hablar, desapareció de nuevo en la oscuridad.
—¡Ni Marte, ni Saturno, ni Venus! ¡Era Mercurio!
En un parpadeo, la mano derecha de Ciel acariciaba las orejas de su amiga. No hubo transiciones que explicaran cuándo sucedió. No merecía le pena procurar apartársela, estaban adheridas cuan siameses. Ella ronroneaba y movía la cabeza, mientras que seguía relatando: —Su amistad duró así varios años, en el curso de los cuales el temperamento del hombre y su carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio... Intemperancia...
Ante unos metros de los atemorizados ojos de Ciel, se levantaron otra clase de puros animales domésticos y Elizabeth, quien simulaba a la esposa de la historia. Ahora todo tenía sentido, Ciel era el hombre; y Jokerine, el gato negro. Esta detalló que una enfermedad incomparable como el alcohol lo impuso a atacar a sus amados. A aquellas estatuas de ojos apagados que permanecían frente a Ciel, le fueron creciendo heridas que caracterizaban la violencia doméstica; a todos, excepto el gato negro; aunque, no se pudo salvar dentro de mucho.
En el momento en que Ciel obtuvo liberarse de la dañada Jokerine, sintió que una embriaguez le arrebataba el equilibrio.
Nada de lo que le sucedía podía ser real, debía ser una pesadilla. Y si estuviese equivocado la suposición, la duda más grande era la razón por la que nadie mas que el conde se oponía a las ilusiones. Jokerine jamás podría cometer algo como eso, era una humana traviesa en sus límites santurrones. Podía ser que era una maestra cuenta-cuentos que provocaba al oyente imaginárselo al pie de la letra.
—Entre vagos intentos, alzó en brazos al gato; y éste, asustado por su violencia, le mordió ligeramente la mano, librándose así de su viejo amigo. Al punto se apoderó del hombre una furia demoníaca y ya no supo más lo que hacía. Fue como si la raíz de su alma se separara de golpe de su cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de su ser.
Ciel recibió un doloroso piquete en su mano. Al vérsela, notó dos minúsculos puntos rojos que le escapaban un poco del líquido. Experimentó esa furia de la que su gato hablaba. La tomó de su fleco, y con el cortaplumas que surgió empuñando de repente, le hizo saltar el ojo izquierdo. Justo cuando la sangre salpicó su cara, su miedo anterior regresó a él, como si esa furia hubiera sido una posesión; aunque debido a su pecado, su sobresalto subió de volumen. La había dejado tuerta. No tendría el perdón de Blake.
—Pero su sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma.
Ahora el pobre alcohólico oyó lo que era agua en chorros escurriendo. Levantó por turnos los pies para no sumergirlos en el mar de vino que pronto se elevaría hasta ahogarlo; al fin y al cabo, era su única ruta de escape para olvidar los remordimientos. La desesperación, la urgía, la lucha para seguir viviendo pasaron a otra etapa en aquel desalmado: perversidad. Lo que alguna vez fue la culpa en su crimen, ahora era una paradoja que le robaba temperatura hasta volverlo en un ser helado.
—¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla?
Dentro del mar de vino en donde Ciel combatía por salir, distinguió una horca que lo esperaba al aire libre, su escalera a un mundo fuera de peligros y de su historial; sin embargo, solo obtendría sujetarla, mas no treparla, alguien debía echarle una pata: su gatita. La sujetó del pescuezo y le enredó la soga en donde tal. La pobre soltaba asfixiados gritos, tratando de despojarse su obstáculo; pero la perversidad de Ciel le dijo que jalándole fuertemente de las piernas, dejaría ya de patalear.
—Lo ahorcó mientras las lágrimas manaban de sus ojos y el más amargo remordimiento le apretaba el corazón; lo ahorcó porque recordaba que le había querido y porque estaba seguro de que no le había dado motivo para matarlo.
Solo así Ciel se salvó del océano, empero desconocía que algo peor le aguardaba al terminar de trepar: su mansión estaba en llamas. Cualquiera se amurallaría a correr por su vida; pero los demonios de su pasado, no los del gato, pero en donde perdió a sus padres, lo inmovilizaron. En su ojo desnudo se reflectaba el ardor del fuego, como si anunciaran la llegada del infierno que merecía.
De no ser por las rastras que se llevó de Elizabeth, se salvaron del incendio.
—Al día siguiente del incendio acudió a visitar las ruinas. Un escombro había obtenido fama. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares despertaron su curiosidad. Al aproximarse vio que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. El hombre se sintió dominado por el asombro y el terror. La explicación más sencilla era que las paredes al derrumbarse debieron comprimir al cadáver del animal, dándole el contorno de esa imagen.
Durante muchos meses no pudo librarse del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó su espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
De nuevo la ilusión del principio retornó a la razón del conde, solo él y una gatita. Incluso si repetía síntomas menores de borrachera, estaba muy certero de que el reemplazo de Jokerine intervenía en la misma sombra que se exhibió antes del cuento: una pálida, pelirroja y tuerta gata negra. En ciertos aspectos se parecía a su antigua amiga: el mismo enorme ojo, proporción idéntica; y por diferencias, su cola negra tenía una mancha blanca.
—Ese gato se convirtió en el nuevo favorito de su mujer. Por parte del hombre, pronto sintió nacer en él una antipatía hacia aquel animal, y eso nació a partir del día siguiente de traerlo a casa, pues descubrió que estaba tuerto al igual que Mercurio; y esa circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a su mujer.
Ahora Elizabeth estaba incluida en el vacío. Ella se entretenía acariciando las orejas de la nueva gatita. Esta de vez en cuando se juntaba a Ciel y le prodigaba sus odiosas caricias (o así las consideraba él).
—En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, se sentía paralizado por el recuerdo de su primer crimen, pero sobre todo por un espantoso temor al animal.
"No se equivoca" pensó para sí. Su mente fue interrumpido después por la ilusión de su prometida que tomaba con ambas manos y delicadeza a la cola del gato, haciendo gala de la mancha. Esta gradualmente fue agarrando una forma que lo estremecía a medida que crecía.
—¡La imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Esa criatura infernal, de la cual creyó Ciel deshacerse, solo había reencarnado para tomar su venganza. Esa nueva Jokerine le inmovilizaba la cabeza con el propósito de encadenarlo con el ardiente carmesí de su restante ojo. Si se perdía en esa esfera, otras visiones le aguardaban, pesadillas de las peores; y si ganaba liberarse aunque fuera por un suspiro de esa vista, sentía el abrasador aliento de la cosa. Mientras que se perdía en tales agobiantes tormentos, ella aprovechó para despojarle lo poco bueno que quedaba de él, como un demonio chupando el alma del humano.
—Y la pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que le abandonaba.
El escenario se envolvió en el negro más negro, llevando al pobre condenado a sujetarse en una escalera cuesta abajo. Por lo visto se dirigía al sótano. Ni a quien le apeteciera bajar ahí con las altas posibilidades de volver real los peores temores dentro de esa fantasiosa y maléfica creación. 
Para colmo de males, la gata pelirroja por traviesa e infantil jugó por ahí, arriesgando a su amo a que sufriera una caída, lo cual lo exasperó hasta la locura. Cerca de la entrada al sótano, se asomaba un hacha que no dudó sostener ni de levantar en aire.
Se tragó la idea de que descargó un golpe que aniquilaría a la bestia en segundos; sin embargo, esta de nuevo le jugó un espejismo, con él hundiendo el hacha en su prometida. ¡Esa criatura había cambiado de puestos!
—¡¡¡Lizzie!!! —voceó a todo pulmón.
Para sorpresa de cualquiera, despertó de ese lúgubre mundo, y ahora sus conocidos le clavaban una mirada azorada.
—¿El fin...? —dudó su rubia amiga.
Pudo ser el final de la primera historia, pero nada detendría al conde de temblar. Cuán desgraciado se encontrada por todos ellos que lo tomaría por un llorón, y había que sumar la imposibilidad de demostrarles que regresó de un infierno. Y no, no fue un sueño, no cabía duda...

La Caída de la Mansión PhantomhiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora