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El ventilador hacía volar sus cabellos y eso la exasperaba, pero decidió ignorar. No tenía sentido dejar que aquello la enojara justo antes de salir de allí.

Emilia terminaba de trabajar a las ocho de la noche. Y luego de eso tendría que encaminar hacia su casa donde la esperaba toda su familia para celebrar la Nochebuena. De sólo pensar en eso, hacía que sus nervios salieran a la luz.

No le gustaban aquellas reuniones familiares, las odiaba. Odiaba tener que ver a su prima, la consentida de sus abuelos. Odiaba tener que soportar las preguntas idiotas de sus tías, que siempre preguntaban por su novio, inexistente, o por su estudio, también invisible.

Por eso había decidido no enojarse por el simple viento del ventilador. En su casa le esperaba algo peor y no tan fácil de ignorar.

Fijó su vista en el exterior. Encontró a Fito sentado en esa vieja silla roja que usaba siempre. Tenía la mirada perdida en la ruta. Los autos pasaban cada varios minutos, pero ninguno frenaba en la vieja estación de servicio del pueblo.

Emilia aun no entendía por qué insistía en abrir ese día. El año anterior había pasado lo mismo. Durante toda la tarde habían estado mirando lejos, hablando sobre temas banales, sin siquiera recibir un cliente. Ningún auto había frenado para cargar combustible y mucho menos para comprar algo en el autoservicio del cual se encargaba ella. Pero era su trabajo, y si el viejo Fito insistía en abrir, a ella no le quedaba más opción que aceptar.

Aunque en el fondo se lo agradecía. No sabía cómo sería pasar todo el día en su casa, junto a los nervios de su madre porque toda la comida estuviese lista; con la alteración de su hermana menor porque nunca sabía que ponerse y con la obligación de tener que recibir a todos con una sonrisa.

Definitivamente prefería pasar la tarde allí, junto a Fito y a Gina, su mujer.

Aquellos viejitos simpáticos se habían encargado de la estación de servicio desde que se habían casado y, a pesar de los años, no abandonaban nunca esa obligación. Más de una vez la habían invitado para que se quedase con ellos a cenar, pero nunca había podido aceptar porque eso significaría un inconveniente para su familia... Y ella prefería evitarlos a toda costa.

Tenía la vista clavada en el reloj que marcaba las siete y cuarenta minutos, cuando la puerta se abrió. Sus ojos se dirigieron allí, esperando encontrar a Fito, pero la imagen que recibió no era nada en comparación.

Aquel joven parecía estar por morir de un ataque de nervios. Tenía la cara enrojecida, la respiración agitada y cada músculo de su rostro estaba tenso.

Emilia hizo explotar el globo de su chicle, justo cuando este se paró enfrente de ella.

—¿Un teléfono? —Preguntó ignorando la actitud de la chica.

Ella señaló hacia el extremo opuesto, donde se encontraba una pequeña cabina telefónica.

Sin dudarlo encaminó hacia allí.

—Pero no funciona muy bien —aclaró cuando el chico ya estaba adentro.

Se encogió de hombros y continuó mirando el reloj. Si pudiese pedir un deseo, pediría que éste se congelase allí mismo. En las siete cuarenta y cinco de la tarde. Con el atardecer muy próximo y con su familia muy lejos.

—¡No puede ser! —Se escuchó desde su costado—. Esta cosa no funciona —le avisó el joven saliendo de la cabina.

—Yo te avisé...

—¿No tenés un celular? ¿Algo? ¿Señales de humo?

Esto le robó una pequeña risita.

—Tengo celular, pero sin crédito.

—El viejo no creo que tenga uno, ¿no? —inquirió echándole una pequeña ojeada a Fito que seguía mirando la ruta.

—Acertaste.

Y eso sólo lo alteró más. Caminó hacia un estante, sacó una paquete de galletitas y volvió al lado de Emilia para pagarle.

—¿Qué hora es? —le preguntó totalmente perdido.

Ella le señaló el reloj que se encontraba en la pared y le dio el vuelto.

Maldijo nuevamente su suerte y fue a sentarse en una de las tres mesas que disponía el lugar.

—Cerramos a las ocho.

Levantó su vista.

—¿No se supone que esto debería estar abierto las veinticuatro horas del día como cualquier otra estación de servicio normal? —preguntó alterado.

—Esto no es una estación de servicio normal y vos sos el único cliente.

Se puso de pie bastante alterado por la situación y por la actitud de aquella joven que parecía estar peleada con la vida. Una vez que estuvo al frente, le explicó su situación.

Emilia se encargó de decirle que allí sólo vivían dos viejitos y que, si se lo permitían, podía pasar la Nochebuena con ellos. Respondió sus preguntas sobre algún taller mecánico, dándole más malas noticias, ya que en ese lugar sólo había uno y estaba cerrado por la fiesta de ese día.

—¿Así que tu solución es que pase nochebuena con los viejitos?

Ella asintió.

—Salvo que quieras pasarla solo en la ruta... O acompañarme a la tortura de mi hogar —se encogió de hombros y volvió a dirigir su vista al reloj.

Sólo diez minutos de libertad.

—Está bien. Si no tengo otra opción —Se resignó.

—¿Qué cosa? ¿Qué está bien?

—Que acepto tu invitación, te acompaño a la supuesta tortura. Supongo que va a ser más divertido que esto.

Ella lo miró con los ojos abiertos como platos. Aquello no estaba en sus planes, definitivamente lo que había dicho antes era una broma en toda su esencia.

Estaba por explicarle la situación cuando una luz se prendió en su interior. ¿Qué podría salir mal? ¿Qué podría ser peor que pasar Nochebuena con las mismas personas de siempre? Quizás aquel joven terminaba convirtiendo aquella tortura en algo más llevadero.

Encuentro en NochebuenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora