(ED)Prólogo.

1.5K 115 16
                                    


29 años antes.

Con premura, angustiada y nerviosa, recorrió los pasillos de su hogar hasta dar con la habitación de puertas blancas. El único sitio en el mundo que la hacía sentirse dividida entre la tranquilidad y la culpa, aunque eso sonara contradictorio. El único sitio que su marido trataba de frecuentar poco, pero que ella, (impulsada por la necesidad de replantearse lo que estaban haciendo), visitaba cada día, en medio del silencio que ahogaba sus vidas desde hacía unos meses.

Tratando de hacer el menor ruido posible, como si estuviera adentrándose en campo prohibido, la mujer abrió la puerta y caminó hasta la cuna en la que su bebé empezaba a removerse por la luz que llegaba desde el pasillo. Sus labios insinuaron una sonrisa de ternura que rápidamente fue reemplazada por un rictus de preocupación.

Formar una familia numerosa fue la meta que ella junto a su esposo se propusieron una década atrás, cuando entregaron votos matrimoniales. Mas el regalo les fue dado cuando ya se habían resignado, después de muchos intentos fallidos, a no poder disfrutar de dicha experiencia. Aquella pequeña había sido pensada para alegrar sus vidas e iluminar aquella oscura casa con su mágica presencia.

Pero nada resultó como ella y su marido habían planeado.

La mujer, que estaría rondando los treinta y cinco años, extendió su mano hasta la cuna y pasó suavemente el dorso por la mejilla de la pequeña de sólo cuatro meses. En ese instante, mientras contemplaba los suaves rasgos de la pequeña, dejó salir un suspiro que expulsó de su cuerpo las angustiosas imágenes de su esposo en la oficina, de las facturas, de las cuentas que no daban, de las deudas, de las discusiones.

No quería pensar en nada que no fuera ese ser al que debía cuidar así sucediera lo impensable. Tenerla consigo era mantener una fuente de luz y seguridad inagotable, era su fuerza para seguir adelante pese a las vicisitudes que la vida le estaba poniendo en el camino justo en aquel momento.

Sólo debía idear una manera de que su esposo lo viera también así.

Mordió su labio al sentir el conocido burbujeo de preocupación brotar de nuevo. Sentía que la ataban de pies y manos mientras la abandonaban en un hosco laberinto de murallas interminables, cuando se atrevía a tratar de identificar el momento en que toda aquella odisea inició. El panorama de todo lo ocurrido en el último año se le antojaba indescifrable; un enredijo de sucesos, casualidades y malas decisiones.

Recorrió el rostro infantil una última vez, como todas las noches tratando de memorizar cada detalle de lo que consideraba un milagro y respiró hondo. Seguidamente, tras echar una mirada al reloj de la mesita más cercana, jugueteó con la tela de su bata y salió de allí.

Ella hacía gala de una delicadeza que había encandilado a numerosas personas en toda su vida. Un rostro armonioso, una figura atractiva y una sonrisa gentil que invitaba a largas horas de plática. Su difunta madre siempre le había recriminado el ser tan dócil, tan dada a poner a los demás por encima de ella misma, tan obligada a las labores ajenas y descuidar sus propios intereses. Aunque fue esa, quizá, la cualidad que a su ahora esposo más le llamó la atención cuando se conocieron.

Pero también era, ahora que de ella dependía otro ser, el distintivo en su personalidad que estaba cambiando. Una de las muchas razones por las que en su hogar, cuando no había un silencio cargado de reproches, siempre estaban presentes las discusiones. Ser una mujer manejable no servía para el objetivo que ella misma se había impuesto; impedir que su hija sufriera a causa de algo que quizá nunca iba a entender. Que ni ella misma, en ese preciso instante, terminaba por comprender.

Al llegar a su destinó giró el picaporte antes de doblegarse ante la duda que empezaba a aflorar. El despacho de su pareja se encontraba iluminado por la luz directa de los paneles en el techo. Ella ignoró el desorden en el librero, la papelera ocupada hasta el borde, la inestable pila de folios puestos a un costado de la pared, e incluso la confusión de documentos y bolígrafos sobre el escritorio, para mirar directamente a la persona que, dándole la espalda, observaba con ensimismamiento por el cristal de la ventana usualmente cubierta por un visillo.

Un encuentro predestinadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora