EL HOMBRE DE GRAFENECK

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EL HOMBRE DE GRAFENECK

Jaime Cortés

Aínsa, 12 de Mayo de 2007

Manuel Merchant se sentó en la roca, con los pies colgando en el vacío, como a él le gustaba, al borde del precipicio sobre el río Cinca. Estaba cansado, pero la vista compensaba con creces el sudor. Sacó una cantimplora de su mochila y bebió con inmenso placer. Sin duda, aquel sería el mejor momento del día.

No se escuchaba ningún sonido salvo el producido por los buitres que revoloteaban en círculos frente a él. Después de beber, cogió una toalla y se secó la frente y la garganta. A continuación sacó unos prismáticos, y observó con placer el majestuoso planear de un buitre macho de más de un metro de envergadura.

Llevaba ya un buen rato sentado, cuando escuchó el sonido del motor de un vehículo, que se apagó al aproximarse a su espalda. Miró el reloj. Seguramente comenzarían a llegar pronto los primeros excursionistas. No le agradaba nada que el coche, seguramente un todo-terreno, se metiera por la estrecha senda que llevaba hasta aquel lugar. Ese era el indicio más claro de que en un futuro más o menos cercano, el observatorio preferido de Manuel se iba a convertir en un parque temático de la naturaleza, lleno de domingueros de barriga abultada, de niños gritones y de perros aulladores. Ya le había ocurrido otras veces, en muchos miradores que solía frecuentar antes de la fiebre de los urbanitas por el fin de semana rural.

Escuchó unas pisadas. Al mismo tiempo, pudo ver a un par de niños corriendo por la orilla del río, justo bajo sus pies. Uno de ellos llevaba una cometa azul.

Un hombre fuerte, vestido con el típico chaleco multiusos, se sentó al lado de Manuel. Calzaba unas botas Martens de las más caras. El catálogo completo de “Coronel Tapioca”, pensó Manuel mientras saludaba.

—Buenos días

—Buenos días —contestó el hombre con una voz profunda—. Bonito lugar para observar las aves.

—Sí, así es. Mi sitio preferido.

—Me ha costado mucho llegar con el Patrol, pero merece la pena.

Manuel le miró con un gesto de desdén.

—Ese es precisamente su atractivo. Que no se puede llegar fácilmente.

—¿Me deja un momento los prismáticos? Me encantaría contemplar de cerca el vuelo de ese macho.

Manuel le tendió el aparato. El hombre miró y sonrió.

—Vaya… Mire como planea. Qué maravilla. Qué paz irradian sus movimientos. Es impresionante, grandioso. Casi se puede ver la mano de Dios en esta imagen. ¿No le encantaría a usted poder volar como ese buitre?

—Ya lo creo. Supongo que a todo el mundo le gustaría volar.

—Hoy me siento generoso. Voy a tratar de complacerle.

El hombre le dio a Manuel un seco empujón con el hombro. Brusco, y con una fuerza inusitada. Mientras caía, sin asimilar todavía lo que le estaba ocurriendo, Manuel pensó inconscientemente que aquel individuo se había quedado con los prismáticos. El golpe con la primera roca que se cruzó en su trayectoria le partió las piernas y le colocó boca abajo. La segunda le destrozó la cara. Hacia la mitad de la caída ya era un amasijo de carne ensangrentada, huesos y jirones de ropa. Llegó hasta la última roca y resbaló lentamente a la arena de la orilla del río Cinca. El niño de la cometa azul se quedó parado a dos metros, pálido y con una expresión de profundo terror dibujada en el rostro. No podía gritar. No podía moverse. Seguramente tampoco podría olvidar jamás aquella imagen.

Madrid, 13 de Mayo de 2007

La puerta de aquel bar de copas era demasiado pequeña. Cinco de los miembros del grupo salieron deprisa, atropelladamente. Una vez fuera, algunos se tambalearon, buscando algo para apoyarse, y uno de ellos tropezó con una boca de riego y cayó al suelo cuan largo era, provocando las risotadas inmediatas del resto. El reloj de una iglesia cercana acababa de dar las cuatro de la madrugada.

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⏰ Última actualización: Mar 05, 2012 ⏰

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