No hay que jugar con fuego

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A Robert Fisher, un chico de 18 años, le encantaba el fuego. Le encantaba ver la llama caliente que se producía al accionar un encendedor o al frotar una cerilla. Por consiguiente, no fue sorpresa lo que pasó. Jugando con fuego, había logrado provocar un incendio en su casa que se había cobrado las vidas de su madre y de su hermana de 12 años, Claire. Robert había sido el único sobreviviente. El incendio se había esparcido con rapidez ya que su casa era de madera, y no habían extintores. Robert lamentaría por el resto de su vida haber cometido este error, y no solo por las muertes de su familia, sino que por lo que vino después. A Robert lo condenaron a ser enviado a prisión durante diez años. Llegó a prisión el 23 de abril, escoltado por policías. Lo asignaron a una celda y lo dejaron ahí. La primera noche Robert se quedó sentado en su camastro, pensando en cómo pudo ser tan estúpido, en que su "amor" por el fuego lo había llevado a la cárcel, y así toda la noche hasta que finalmente se quedó dormido. Y así fue durante al menos una semana. A las dos semanas, Robert empezó a forjar amistad con un chico llamado Scott Lowe, un muchacho de su misma edad que no quería especificar su crimen. La presencia de Scott logró que Robert no se desesperara. Al mes de estar en prisión, Robert experimentó algo raro. Eran aproximadamente las tres de la mañana. Robert se despertó sin razón aparente, y volteó la vista. Al lado del inodoro, habían dos puntos rojos, con un inquietante parecido a ojos, que parecían observarlo. Pero Robert no le dio importancia. A la noche siguiente, volvió a ver lo mismo, y la siguiente también, y así durante siete días en los que Robert se preguntaba qué sería eso. Se lo comentó a su amigo Scott, y éste le dijo:

— Ha de ser algún fragmento de sueño que tu mente pasó al mundo real cuando te despertaste.

Y así lo creyó Robert, pero sólo durante un tiempo. Al mes de aquello, Robert se volvió a despertar a la misma hora, y por instinto volteó la cabeza hacia el inodoro, esprando ver el "fragmento de sueño". Pero no fue eso lo que vio. Esa noche vio algo más inquietante aún. Esta vez, no habían dos puntos rojos, sino dos llamas de fuego, flotando a treinta centímetros del suelo. Las miró durante unos segundos y se extinguieron. Volvió a hablar con Scott, y éste le dijo:

— Vamos, Rob. Recuerda que sobreviviste a un incendio. Probablemente tienes un trauma por lo que pasó, y eso, sumado a la culpa de haber causado el incendio, pudo causar tus alucinaciones.

— No lo creo... —le respondió Robert, con voz soñadora.

— ¿Y qué crees que es? ¿El fantasma de tu hermana sedienta de venganza? —Scott rió— Vamos, Rob, sé serio.

— Sí, supongo que tienes razón.

Y Robert le hizo caso a su amigo. Y funcionó. Durante un tiempo las supuestas alucinaciones cesaron. Pero una noche, a las dos de la mañana, Robert se despertó con ganas de orinar. Se levantó de su camastro y fue hacia el inodoro. Cuando acabó, se volteó y vio una llama que se cernía sobre su camastro. Robert corrió hacía el camastro e intentó tocar la llama, quizá para ver si era real, pero, cuando puso la mano sobre ella, se quemó. Después desapareció.

Robert volvió a hablar con Scott, y le enseñó su quemadura. Esta vez, Scott no le contradijo, sino que se quedó callado, sin saber qué decir. En este punto, Robert sabía que algo no estaba bien, pero, por más preocupado que estaba, ignoró los hechos y continuó con su vida normal.

El 11 de agosto se cumplía un año desde aquel fatídico día en el que, por jugar con fuego, su familia había muerto. Ese día Robert se mantuvo dentro de su celda, desganado y sin hacer nada, pues ese no era un día particularmente feliz en su vida. Lloró a su familia, les pidió perdón y deseó que nunca nada de lo que pasó hubiese ocurrido. Y así hasta la noche, hasta que finalmente se quedó dormido. Pero se despertó a las tres de la mañana, situación que ya era usual para él. Pero esta vez no vio puntos rojos o llamas. No. Frente a su camastro estaba una figura negra, pero no porque fuera oscuro, sino porque tenía la piel chamuscada. Sus ojos eran dos puntos rojos, y las puntas de su cabello tenían pequeñas llamas de fuego prendidas en ellas. Robert abrió la boca con horror. Era su hermana Claire.

— ¿C-c-claire? — tartamudeó Robert Fisher, horrorizado al ver a Claire, o a lo que quedaba de ella, frente a él.

— Sí, Rob — le respondió la figura con una voz fantasmal—. ¿Me recuerdas?

— S-sí.

— Tú me hiciste esto, ¿lo sabes?

— Hermanita, fue un accidente.

— ¿No recuerdas lo que te decía siempre mamá? —dijo, ignorando el comentario de Robert—. Siempre te decía que no debías jugar con fuego.

— Lo sé —dijo Robert.

— ¿Quieres saber lo que he sufrido yo?— le preguntó su hermana —. ¿Quieres sentir el dolor que yo sentí?

— ¡No, hermanita, no!

— Demasiado tarde — dijo Claire, esbozando una sonrisa maligna.

Y Claire estiró la manó y tocó a Robert. Automáticamente la camisa de éste se prendió fuego, y éste empezó a gritar. Sus alaridos de dolor eran desgarradores. Pronto el fuego se propagó por todo su cuerpo, y éste gritó todavía más. Los guardias llegaron corriendo a la celda de Robert Fisher, y lo que vieron no lo pudieron creer. El chico de 18 años era una antorcha humana. Todo su cuerpo estaba en llamas. Rápidamente los guardias abrieron la celda. Robert estaba tirado en el piso, aullando de dolor. Uno de los guardias llegó corriendo con un extintor, y lo accionó. El fuego se apagó, pero ya era demasiado tarde. Y Robert, antes de morir, escuchó que le susurraba una voz de chica en el oído, que decía:

— No hay que jugar con fuego...

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⏰ Last updated: Feb 19, 2017 ⏰

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Al caer la noche | 15 Historias de TerrorWhere stories live. Discover now