CIUDAD CAPITAL - CAPÍTULO 1

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Recién salida de la ducha, la melena morena aún húmeda, se puso la braguita tanga; negra, de fino tacto. Cubrió sus pechos operados, talla cien, con un sujetador a juego en la misma línea de lencería fina. Se miró en el espejo que tenía en una de las puertas del armario ropero. Se gustaba. Le gustaba su figura. Pasó los dedos suavemente por sus pechos, como si comprobase que todo estaba en su sitio; sí, seguían allí, cálidos y turgentes. Se sentó sobre el borde de la cama y se subió las medias. Echó mano del corsé –sobre una silla en una esquina de la habitación–, lo vistió y ajustó el liguero a las medias. Volvió a mirarse en el espejo. Sexy. Incómoda, pero sexy. Buscó en el armario, sacó una fina bata, complemento de aquel conjunto de sensual lencería, y se cubrió con ella. Como mucho repetía aquel ritual unas cuatro veces al día.

Miró hacia el reloj que tenía sobre la cómoda: aún faltaban unos minutos para que él telefonease. Fue hacia el baño y acabó de acicalarse el pelo con el secador de mano. Nada de carmín en los labios, pues dejaba comprometedoras manchas en los cuellos de las camisas, y esto no interesaba. Tan solo sombra de ojos, y un poco de maquillaje en la cara, lo justo para disimular alguna que otra imperfección. Sonrió frente al espejo del baño. Lista. Aquel sería su primer cliente del día. Masticó y tragó lo que le quedaba del caramelo de menta que se había llevado a la boca, tras salir de la ducha, para prevenir el mal aliento, no fuese a ser que tocase cumplir con aquello de los “besos sensuales” que ofrecía en su anuncio; algo que estaba reservado a unos pocos, a aquellos que ella consideraba que podría besar sin llegar a sentir arcadas.

Sonó el móvil. Descolgó. Él estaba abajo, en la calle. Ella le indicó a qué piso debía picar y colgó. Fue cuestión de segundos que él pulsase el timbre. Le abrió el portal y esperó. Sabía de él que tendría unos treinta y pico, bien parecido, y tímido; esto último lo había adivinado por su forma de contactar con ella: a través del Messenger. Sí, lo ofrecía como una forma de contacto adicional, y le daba buenos resultados, sobre todo con primerizos. Ella sabía que, aunque pudiese no parecerlo, en ocasiones resultaba difícil romper el hielo de la primera vez. El Messenger era un medio de comunicación mucho más frío y distante incluso que el móvil, adecuado para aquellos que de alguna forma se sentían coartados a telefonearla. Con aquel había dado resultado.

Sonó el timbre. Miró por la mirilla. Allí estaba. Abrió y se ocultó tras la puerta. Él entró en el vestíbulo. Ella cerró suavemente la puerta.

– Hola –le dijo ella con voz sensual.

– Hola… –respondió él en un ahogado susurro.

Se mostraba nervioso, lo que evidenciaba que no la había engañado al decirle que era su primera vez con una prostituta. Ella le indicó con la mano que pasase, y le fue señalando el camino hasta una habitación. Aquella no era la suya, sino otra, en donde recibía a sus clientes. De algún modo no le resultaba agradable dormir en la misma cama por la que pasaban diferentes hombres.

Se fijó en que él observaba el cuarto. No había mucho que ver. Tan solo la cama, más bien camastro por la poca confortabilidad que ofrecía, la justa, sin embargo, para lo que se la requería. Una mesilla de noche, en cuyos cajones guardaba toallitas perfumadas, lubricantes y preservativos. Y una silla sobre la que él dejaría su ropa.

– Bueno. Esta es la chica. ¿Te gusta?

De pie, al lado del armario empotrado, ella se mostraba; le enseñaba el producto, por si él se arrepentía en el último momento y prefería irse.

– ¿Por qué no iba a gustarme? –fue su respuesta.

– Quien sabe… A veces ocurre.

– Eres más guapa que en las fotos…

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