El viejo de la canchita

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Aún recuerdo esa pelota que se estrelló, fuertemente, contra la cabeza del viejo de la canchita, lanzando por los aires su desgastada boina marrón. Recuerdo también como salimos corriendo, espantados, sin que importara la conservación de la pelota.

Es que le teníamos miedo. El viejo de la canchita vivía al lado del potrero de tierra con un solo arco en el que jugábamos al fútbol con los pibes del barrio. Su casa era bastante vieja y una de sus paredes laterales marcaba uno de los límites de la cancha. No era extraño, entonces, que le molestara que jugáramos ahí todos los días del año.

Igualmente su molestia por nuestra diversión era más una suposición nuestra, obtenida de verlo salir de su casa a pararse frente a la cancha y mirarnos con cara de enojado, que una certeza. Alguna vez llegó al extremo de decirnos que nos dejáramos de joder o nos iba a pinchar la pelota. Generalmente le hacíamos caso y decidíamos terminar por ese día, aunque al siguiente volvíamos y seguíamos con la rutina –si es que jugar al fútbol con los amigos puede considerarse rutina-.

Por si fuera poco, el miedo que le teníamos al viejo era acrecentado por nuestros padres, que nos aseguraban que era un hombre al que le gustaba secuestrar chicos y dárselos a su esposa, una anciana que veíamos con menos frecuencia pero que, estábamos convencidos, era una bruja.

Lentamente fueron apareciendo escollos en nuestro camino. El primero fue rodear la cancha de un alambrado para que no ingresáramos. Estábamos seguros de que aquello era obra del viejo. Pero de poco sirve competir contra la imaginación de un niño. Trepábamos el alambrado y jugábamos como si nada. Inclusive nos sentíamos más profesionales, al hacerlo en una cancha con alambrado, como las de la televisión.

La siguiente barrera que tuvimos que superar fue la de que nos quitaran el único arco de hierro que tenía el potrero, obtenido por el padre de un amigo. Eso si nos dolió. Muchísimo. El maravilloso sonido de la pelota pegando en el palo y entrando al arco no se iba a escuchar más, desgraciadamente.

Aún así, seguimos jugando, con arcos hechos por ladrillos, hasta la tarde en que mi infancia terminó de golpe y para siempre. Después de la escuela pasé a buscar a Martín, pelota bajo el brazo. Nos quedamos unos minutos en su casa hasta que terminó el capítulo de Dragon Ball Z y partimos hacia la canchita. Lo que encontramos nos dejó paralizados. Tres árboles habían sido plantados en el medio de ese lugar que para muchos era un simple baldío y que para nosotros era sagrado. También había un cartel que avisaba que allí se iba a construir una casa.

Recuerdo que nos quedamos sentados, sin pronunciar palabra, sin traducir nuestra tristeza a la furia. De a poco fueron llegando los demás. Ellos también se iban sentando, quedándose en silencio, con la mirada dirigida al suelo. Podíamos ir a jugar a otro lado, es cierto. Pero no lo hicimos porque, aunque no lo supiéramos, por aquella época ya éramos hombres de códigos, aprendidos ellos en gran parte por el fútbol, e ir a jugar a cualquier otro lugar esa misma tarde sería una deshonra a nuestro fallecido paraíso.
La vida siguió y seguimos jugando al fútbol, claro, aunque mayoritariamente en el club, ya que nunca encontramos un lugar que reemplace a esa sagrada esquina.

Me sería imposible recordar con exactitud cuánto tiempo había pasado desde aquella tarde en que nos enteramos de la clausura. Pero una tarde de verano, en vacaciones, paseando por el barrio, crucé a la viuda del viejo de la canchita. El hombre había muerto hacía ya varios años, y no sé cómo pero la anciana me reconoció, levantó la cabeza y me dijo "Ya no vienen a jugar más acá pibe, eh", acompañando la frase con una sonrisa. No una sonrisa de alegría, sino una de nostalgia.

No le contesté, sino que sonreí también. Miré hacia la esquina en la que nunca se construyó la casa. El único cambio era que los tres árboles plantados habían crecido. Recordé la infinidad de horas que habíamos pasado allí, los goles, las peleas, el día que el Tano le pegó el pelotazo en la cabeza al viejo.

-Desde que se fueron el barrio perdió un poco de alegría- me dijo. –A veces Totín se quejaba cuando no podía dormir la siesta, pero a él le gustaba salir de la casa para pararse afuera de la cancha y mirar como ustedes jugaban. Decía que le recordaba a su infancia. Cuando dejaron de jugar acá ya no tenía con qué entretenerse.

Esa frase me descolocó, pero lo que iba a decir a continuación, aún más.
-Es una lástima que Mirta (la vecina del otro lado) haya pedido que clausuren la cancha para que no la molesten.
Parece mentira como unas simples palabras pueden hacerle darse cuenta a uno de que vivió tantos años equivocado.
Sonreí, le dije que siga bien, y caminé con una sonrisa en los labios, pero con los ojos empañados, y decidí que esa historia merecía reivindicarse. Aunque nosotros lo sigamos recordando como el viejo de la canchita. Un viejo futbolero, al fin y al cabo.

El Viejo de la canchitaWhere stories live. Discover now