Cap.11

386 4 6
                                    


En el dormitorio nada ha cambiado. Las dos familias siguen allí. Los hombres se pasan el día y parte de la noche jugando a las cartas o al mah-jong, parloteando, riendo, insultándose y reconciliándose, a veces tomando vasitos de aguardiente de arroz hasta emborracharse.

Los niños mayores han empezado a ir a la escuela, de la que cada día vuelven con más palabras de la lengua de su nuevo país. Los pequeños las aprenden de ellos. Las tres mujeres se ocupan de la comida y la colada. Cada día el señor Linh sigue encontrando su cuenco junto al colchón. Da las gracias inclinando la cabeza. Ya nadie le presta atención ni le dirige la palabra, pero a él le da igual. No está solo. Tiene a Sang Diu. Y a su amigo el hombre gordo.

Un día, éste lo lleva al mar. Es la primera vez que el anciano ve el mar desde su llegada, meses atrás. El hombre gordo lo ha llevado al puerto, pero no al sitio en que desembarcó, aquel gigantesco muelle lleno de grúas, de cargamentos descargados, de camiones aparcados, de almacenes con las puertas abiertas de par en par, sino a un lugar más tranquilo que describe una curva en la que el agua y los barcos de pesca componen un cuadro lleno de colorido.

Los dos amigos dan un paseo por el muelle y luego se sientan en un banco frente al mar. El invierno toca a su fin. El sol calienta con más fuerza. Cientos de pájaros se arremolinan en el cielo y de vez en cuando se precipitan sobre las aguas del puerto, de las que vuelven a elevarse con el destello plateado de un pez en el pico. En los barcos fondeados, los pescadores remiendan las redes. Algunos silban. Otros hablan fuerte, se llaman, ríen. Es un sitio muy agradable. El señor Linh respira. Respira hondo, con los ojos cerrados. Sí, no se equivocaba. Allí hay olores, olores de verdad, a sal, a aire, a pescado seco, a brea, algas y agua. ¡Qué bien huele! Es la primera vez que aquel país huele realmente a algo, que tiene un olor. Un olor que lo embriaga. En lo más profundo de su corazón, el señor Linh agradece a su amigo que le haya enseñado aquel sitio.

El anciano le quita un poco de ropa a su nieta. Luego la coloca entre el señor Bark y él. Sentada. Ella abre los ojos. Sus ojos miran el mar, la inmensa extensión de agua. El anciano también lo contempla. Vuelve a verse en el barco y, de pronto, un tropel de imágenes terribles, odiosas y magníficas se agolpa en su cabeza. Son como puñetazos que le llueven encima y le golpean el corazón, el alma, el estómago, todo el cuerpo. Sí, al otro lado del mar, lejos, muy lejos, a días y días de distancia, todo eso existe. Todo eso existió.

De repente, el señor Linh levanta la mano y con el dedo señala el mar, la lejanía, el horizonte azul y blanco, y luego pronuncia en voz alta el nombre de su país.

Entonces el señor Bark, que está mirando en la misma dirección, siente en sus venas unas agujas de fuego que brotan y corren, y también a su mente acuden imágenes terribles, odiosas, inhumanas. También él pronuncia en voz alta el nombre del país que está al otro lado del mar, el país del señor Linh. Lo dice varias veces, en voz cada vez más baja, mientras sus hombros se hunden, mientras todo su cuerpo se derrumba, mientras se olvida de todo, incluso de encender otro cigarrillo, aunque acaba de dejar caer al suelo la colilla del último, esta vez sin aplastarla con el tacón.

El señor Bark ya no es más que un hombre gordo y encorvado que repite débilmente el nombre del país del señor Linh, como si fuera una letanía, mientras sus ojos se llenan de lágrimas que ni siquiera intenta secar o detener con las manos, y esas lágrimas le resbalan por las mejillas, le humedecen la barbilla y la garganta y se deslizan bajo el cuello de la camisa para desaparecer en su piel.

El señor Linh se da cuenta. Posa la mano en el hombro de su amigo y lo sacude con suavidad. El señor Bark deja de mirar el mar y mira al anciano con sus húmedos ojos.

—Conozco su país, señor Taolai, lo conozco... —empieza el señor Bark, y su potente voz es apenas un hilo frágil, tenue, delgado, a punto de romperse—. Sí, lo conozco —repite volviendo a mirar el mar y el horizonte—. Estuve allí hace muchos años. No me atrevía a decírselo. No me pidieron mi opinión, ¿sabe? Me obligaron a ir. Era joven. No sabía nada. Había una guerra. No la de ahora, otra. Una de tantas. Porque parece que todas las guerras se ensañan con su país... —Hace una pausa. Las lágrimas siguen resbalando por su rostro—. Tenía veinte años. ¿Qué sabe uno a los veinte años? Yo no sabía nada. No tenía nada en la cabeza. Nada. Era un niño grande, nada más. Un niño. Y me pusieron un fusil en las manos, cuando casi no era más que un crío. Vi su país, señor Taolai, ya lo creo que lo vi... Lo recuerdo como si me hubiera marchado ayer. Lo conservo todo dentro de mí, los olores, los colores, la lluvia, los bosques, las risas de los niños y también sus gritos. —Alza al cielo los ojos anegados en lágrimas y se sorbe la nariz ruidosamente—. Cuando llegué y vi todo aquello, me dije que el paraíso debía de ser parecido, aunque la verdad es que ya no creía demasiado en el paraíso. Y entonces nos ordenaron que sembráramos la muerte en ese paraíso con nuestros fusiles, nuestras bombas, nuestras granadas...

El señor Linh escucha al hombre gordo, que habla con voz suave mientras las lágrimas siguen brotando de sus ojos. Lo escucha con atención, buscando en las inflexiones de su voz los signos, el comienzo de una historia y un significado, una entonación familiar. Piensa en la fotografía que le enseñó su amigo unas semanas antes. La fotografía de aquella mujer gorda y sonriente. Piensa también en la extraña noria que poco después fueron a ver al parque, girando y girando sobre sí misma sin cesar. Tenía un montón de caballitos de madera ensartados en barras metálicas. La noria daba vueltas. Los caballitos subían y bajaban. Los niños que iban montados en ellos reían y saludaban a sus padres con la mano. Sonaba una música fuerte y alegre. El hombre gordo le señaló cada parte de la noria sin dejar de hablar. Al parecer la conocía bien, y la amaba. El señor Linh no sabía por qué, pero lo escuchó con mucha atención, asintiendo de vez en cuando. En sus brazos, Sang Diu parecía feliz. La noria era un hermoso espectáculo. Al final, su amigo se acercó al individuo que la manejaba y le estrechó la mano. Intercambió unas palabras con él y luego ambos amigos abandonaron el parque. El hombre gordo permaneció en silencio largo rato.

El señor Linh observa a su amigo, que llora y habla. Comprende que la mujer de la fotografía y la noria de los caballitos de madera forman parte de su pasado, y deduce que es esa parte muerta de su existencia la que ha surgido bruscamente frente al mar, este día soleado y ya casi cálido.

—Todas aquellas aldeas por las que pasamos, en la jungla, aquella gente que vivía con nada y a la que teníamos que disparar, aquellas casas, todas igual de frágiles, hechas de madera y paja, como la de su fotografía... El fuego devorándolas, los gritos, los niños que huían desnudos por los caminos, en medio de la noche iluminada por las llamas... —Se interrumpe. Sigue llorando. Siente náuseas. Unas náuseas que vienen de muy lejos, que lo remueven por dentro, lo abofetean, lo muelen a golpes, lo aplastan. La vergüenza le deja un sabor a hiel en la boca—. Le pido perdón, señor Taolai, perdón... por todo lo que le hice a su país, a su gente. No era más que un crío, un crío estúpido y cobarde que disparó, que destruyó, que seguramente mató... Soy un canalla, un auténtico canalla...

El señor Linh mira a su amigo. Un sollozo enorme, interminable, como surgido de la última palabra que acaba de pronunciar, sacude al hombre gordo. No se tranquiliza. Tiembla como un barco zarandeado por la tempestad. El señor Linh intenta rodearle los hombros con el brazo, pero no lo consigue, porque su brazo es demasiado pequeño para las anchas espaldas de su amigo. Le sonríe. Se esfuerza en transmitir muchas cosas en esa sonrisa, más cosas de las que ninguna palabra podrá contener jamás. Luego se vuelve hacia el mar, dándole a entender que también debe mirar allí, a lo lejos, y a continuación, con una voz que no es triste sino completamente alegre, repite el nombre de su país, que de pronto suena como una esperanza y no como un dolor, y rodea a su amigo con los brazos, sintiendo el cuerpo de Sang Diu protegido y no aplastado entre los suyos.

La nieta del señor linhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora