Capítulo 25

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Me hice una coleta alta y quité un poco del polvo compacto que Esther me había aplicado. Respiré hondo unas dos veces, volví a disminuir la cantidad de polvo y me ajusté la coleta. Luego di una vuelta completa mientras sacudía las manos y daba saltitos, terminando sentada en el borde de la cama.

— ¿Tenemos pulgas? — Esther me miraba desde el umbral de la puerta con los brazos cruzados y una media sonrisa — Es solo una cita.

— Sí, sí, sí. Lo sé.

Tenía miedo. Supongo que, ahora que los años han pasado y esta historia es solo un recuerdo, puedo reconocer que ese era el sentimiento. Miedo. Miedo de ser lastimada. Miedo de caer en un juego muy fuera de mi zona de confort. Miedo a vivir lo que mi madre había vivido. Y quizás tú, que estás al otro lado de mis escritos, pienses que soy una patética; una loca que no sabe entregarse al cien por cierto; una ridícula. Pero déjame decirte que no es lo mismo leer mi historia, que reconocer que fui la testigo del día que mi madre se convirtió en una hija de puta que se secó las lágrimas y se puso a reír. Ella era una puta loca, siempre sonreía, y a mí me daba miedo tener que sonreír con un corazón roto igual que ella.

El timbre sonó y la espalda se me puso rígida.

— Mira, ha llegado tu príncipe azul.

— Los príncipes azules no existen.

Giró los ojos.

— Verde, rojo, morado, negro... el que tú quieras.

Dio media vuelta, buscando la puerta principal, y a los segundos se escuchó la voz de Diego. Volví a ajustar mi coleta, recogí el ruedo de mi pantalón y respiré hondo otras dos veces. En cuanto salí de la habitación, lo vi esperando por mí con esa sonrisa tan adorable que tenía. Era un jodido monumento en representación a la belleza y nadie lo había reconocido todavía.

Traía las ondulaciones un tanto despeinadas y los ojos brillantes, aunque no tanto como en las horas que pasamos recorriendo el apartamento mientras gemíamos de placer. Todavía me ponía nerviosa recordar su espalda musculosa y las mascas de su abdomen ejercitado. Ni siquiera quiero hablar de sus gemidos varoniles o sus ganas de más.

— ¿Te has sonrojado? — me preguntó Diego.

Toqué mis mejillas rojas, sorprendida, y negué por pura inercia.

— No me sonrojo.

— Ella no hace nada, Diego. — Esther me mira —. No se sonroja. No admite lo que siente. Tampoco está completamente cuerda. Es como Terminator.

— Yo...

— La quiero antes de las doce.

En silencio caminó a su cuarto.

— ¿Le sucede algo?

— No lo sé. — tomé su brazo — ¿Vamos?

Salimos del edificio mientras comentaba algunas nuevas noticias sobre su equipo de béisbol y lo fascinante que había sido planear una clase para entrenar a los jugadores más nuevos. A mí me daba gusto verle tan feliz y sonriente, era como si su felicidad me diera una sensación de paz que podíamos compartir en secreto.

Comenzaba a caer la noche y algunas personas ya buscaban sus hogares. Fue en ese momento que tomó mi mano... tan cálida y suave; tan perfecta y acogedora. Se sentía extraño. Era una sensación de invasión, algo nuevo que daba miedo y a la vez me gustaba. Supuse que jamás me iba a acostumbrar a eso; a tener a alguien que tomara mi mano y me hiciera sentir tan bien.

— Cuéntame qué has hecho en toda esta eternidad que no estuvimos juntos.

— Solo fueron cuatro horas, Diego.

Juro que eras pasajeroWhere stories live. Discover now