Ocurrió durante la noche, en 1655, porque semejantes desenfrenos están destinados a las abismales penumbras y no a la claridad del día.
Tenía a su víctima; podía vislumbrarla en su mente, cruda, tendida sobre la tabla. Ya estaba listo para plasmar en aquella madera las sustancias oleosas que componían el cuerpo.
El autor del crimen tomó su arma, y con agresividad asestó su primer puñalada, tiñendo las astillas por primera vez. Ahora no podía retractarse. Tras sus arrebatos, su lienzo se embarraba completamente de sus impulsos, se su ira, de sus dolores.
La escena era inhóspita, sombría, escena que sería digna de ser catalogada entre naturalezas barrocas. El tenebrismo era tan perceptible como los aromas agrios de los frescos fluidos que invadían el campo olfativo del responsable.
A medida que trazaba los gruesos tajos y las abruptas puñaladas, las perezosas luces del alba envolvían al primer plano tornándolo cálido, resaltándolo por encima de todas las otras cosas. Mientras tanto, en el fondo, las últimas sombras caprichosas se retorcían frías y profundas en los rincones.
Finalmente, el hombre se retira exhausto y con las manos sucias de evidencia. Abandona su obra, la cual ahora es denunciada por tenues rayos de sol, con la esperanza de que quien la vea halle entre las carnes destrozadas del animal lo breve y efímera que es la vida humana.
