15. El hombre de la isla

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De uno de los lados del cerro, que era, en aquel sitio, escarpado y pedregoso, un guijarro se desprendió por el cauce seco de una de las vertientes cascajosas, saltando, rebotando y haciendo estrépido en sus choques repetidos, contra árboles y piedras. Volví los ojos instintivamente en aquella dirección Y vi una forma extraña moverse y ocultarse tras del tronco de uno de los árboles. ¿Era aquello un oso, un hombre o un orangután? Me era imposible decirlo. Me parecía negro y velludo; pero esto era lo único de que me podía dar cuenta en aquel momento. Sin embargo, el terror de esta nueva aparición hizo contener mi carrera.

Me veía, según toda probabilidad, cortado por el frente y por la retaguardia: detrás de mí, los asesinos, y delante, aquella forma indescriptible que me acechaba. En el acto comencé a preferir los peligros que me eran conocidos a aquellos que parecían velados. El mismo Silver se me figuraba ya menos terrible comparándolo con aquella extraña criatura, especie de gnomo de la montaña, y así fue que, sin más vacilaciones, le volví la espalda, no sin volverme azoradamente para verle por sobre, el hombro, y comencé a correr de nuevo, esta vez en dirección de los botes.

Pero, en pocos segundos, la horrible figura, después de dar una gran vuelta, se me igualó en la carrera y aún comenzó a avanzar delante de mí. Yo estaba exhausto ya, no cabía duda; pero aun cuando hubiese estado fresco y descansado, vi pronto que era una locura el pretender luchar en velocidad con adversario semejante. De un tronco a otro, aquella extraña criatura parecía volar como un ciervo; corriendo a semejanza del hombre, en dos pies, pero diferenciándose de la carrera humana en que, como ciertas aves se dejan ir en el espacio por largo tiempo, con las alas cerradas, ésta se deslizaba a trechos hacia abajo por la pendiente, de una manera fantástica, maravillosa e inexplicable para mí. Y, sin embargo, era un hombre; ya -no me era posible dudarlo por más tiempo.

Vínome a la imaginación en el acto todo cuanto había oído o leído sobre caníbales, y aun estuve apunto de gritar ¡socorro! Pero el mero hecho de ser aquel un hombre, aunque fuese un salvaje, me había ya serenado un poco, y el miedo que Silver me inspiraba reapareció vivo y formidable.

Me detuve, pues, y buscando en mi atribulada imaginación alguna puerta de salvamento. o de escape, me acordé, de pronto; de la pistola que llevaba conmigo. No bien comprobé que no estaba tan indefenso, sentí que el valor volvía a mi corazón, y dando el rostro resueltamente al hombre de la isla, marché hacia el con paso vigoroso.

En este momento estaba oculto tras de otro tronco de árbol; pero debía estar espiándome muy atentamente, porque tan luego como yo me adelanté hacia donde el estaba, se mostró de repente y dio un paso para, venir a mi encuentro. Pero, acto continuo, vacilé, dio algunos pasos hacia atrás, luego otros hacia mí de nuevo, hasta que, por último, con extraordinaria sorpresa y confusión mía, le vi caer de rodillas y tenderme, en ademán suplicante, sus manos enclavijadas.

Al ver esto torné a detenerme indeciso.

-¿Quién es usted? -le pregunté.

A lo cual se apresuró el a contestarme, con una voz ronca, opaca, como el rumor que produce una cerradura enmohecida y en desuso.

-¡Soy Den Gunn! ¡Soy el pobrecito Den Gunn, que por tres años no ha tenido delante un cristiano con quien hablar. Al oír esto pude darme cuenta de que aquél no era un caníbal, como lo creí al principio, sino un hombre de raza blanca como yo, y aún observé que sus facciones eran regulares y agradables. Su cutis, en todos los puntos que parecía descubierto, estaba tostado por el sol; sus labios estaban ennegrecidos y sus ojos claros eran una cosa sorprendente en aquel conjunto de facciones oscuras. De todos los mendigos que en mi vida había podido ver o figurarme, era éste el número uno por lo destrozado y harapiento. Estaba vestido con jirones de lona de velamen, añadidos y mezclados con retazos informes de paño azul marino, y toda aquella extraordinaria estructura de andrajos estaba sujeta y rodeaba su persona con la más incongruente confusión de broches y costuras; botones de metal, espinas de pescados, correas de pieles crudas, pedacitos de madera a guisa de agujas, y presillas de alquitranados cordones. Ciñendo su talle llevaba un viejo cinturón de cuero con hebilla de metal, prenda que era la única cosa sólida y sin soluciones de continuidad de cuanto llevaba encima.

LA ISLA DEL TESOROWhere stories live. Discover now