El Penúltimo vagón

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Esa mañana como la anterior y como la siguiente, Fausto se despierta con el ruido del tren de las seis. Se ducha entre gotas y bostezos y se viste para ir a trabajar. Saco y camisa. Desayuna una taza de café, la misma de siempre, la que dice su nombre junto a un significado dudoso.

Camina tres cuadras hasta la estación, tiene suerte de que el sol brille con ganas. Es verano. Cuando llega, se dirige al puesto de diarios del andén. Compra uno y espera leyendo desinteresadamente. Matan de tiro en la cabeza a un joven de 22 años para robarle el celular en Castelar. Lee, sin inmutarse. Cosas de rutina. El ruido le avisa que debe acercarse al andén. El tren se detiene en la estación. La puerta del penúltimo vagón frena frente a él.

Se sienta. Diario bajo un brazo y maletín entre las piernas. Mira sin mirar las caras de siempre. El tren comienza su camino guiado por los durmientes. Él, el único con traje en ese vagón, se cree importante. Al igual que todas las mañanas. Ese momento llena un poco su vacío. Iluso, se cree superior al pibe con bolso y gorrita que tiene a su derecha. Abre el diario. Paritaria docente: sigue sin haber acuerdo entre el gobierno y los maestros. Un chico con remera de River pasa vendiendo lapiceras. Lo rechaza. El tren se acerca a la siguiente estación.

La temperatura sube al mismo tiempo que la gente, y eso que recién son las siete y media. Se desabrocha el primer botón de la camisa. El calor le duele y las ansias le aprietan. Hoy a la tarde la ve a Claudia después del laburo. Piensa en ella y se jacta de ser infiel. Intenta seguir la lectura, pero no puede, una presencia lo incomoda. Un viejo se para justo frente a él. Le ofrece su asiento. El viejo le dice que no sin siquiera mirarlo. Fausto queda desencajado. Nunca lo había visto. Abre el diario. Las dos Coreas firman un tratado de paz y abren sus fronteras. Nada que vea en el papel logra despistarlo. Ni siquiera por un instante. El viejo le desagrada. En un principio, no se atreve a mirarlo fijo. Está incómodo.

El tiempo pasa cada vez más lento en ese vagón. Cuando se siente seguro como para levantar la vista, ve que el viejo sigue ahí parado. Lo nota cansado, pero aun así no quiso tomar el asiento. Le molesta que exista un hombre así, con tanta fuerza de voluntad. Él está ahí, solo, sin dar ni esperar nada de nadie. No acepta su vejez. Vive como uno más. El viejo saca un manual de matemática para quinto grado y se pone a leerlo. Anota cosas en él.

Frente a frente con el viejo, Fausto tiene ganas de empujarlo y tirarlo al piso. No soporta verlo. No puede hacer nada. Siente impotencia. Los rayos del sol entran por las ventanas del tren, y mantener los ojos abiertos llega a ser tedioso. Está cegado. Mecánicamente, vuelve a abrir el diario en las páginas de los clasificados. Nada le importa menos que los clasificados, al menos ahí, el viejo no lo aturde. Se tapa el sol.

Intenta pensar otra vez en Claudia. Pero no encuentra entusiasmo en ella, solo lo hace verse miserable. Se siente atrapado en una caja. Sin orificios para respirar. Se siente encerrado en ese penúltimo vagón. El que se detiene justo a la misma altura del puesto de diarios de su estación. El tren sigue.

De un momento a otro Fausto se da vuelta, la luz es insoportable. De espaldas al sol que ya no lo obnubila, abre los ojos con seguridad. Se ve reflejado en la suciedad de la ventana. En otro plano está el viejo, sigue en pie. Erguido, fuerte y arrugado. El tren vuelve a detener su marcha. Falta una estación, pero él ya no aguanta más. Se para y le grita.

- Sentate acá viejo de mierda.

Furioso, baja del tren. Esa mañana llegó caminando al trabajo.

Al otro día, como la mañana anterior y como la siguiente, Fausto se despierta con el ruido del tren de las seis.

Manuel Pérez Campanella 23/5/16

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