CAPÍTULO XIV

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En cuanto leí esta epístola, fui al amo y le informé de que su hermana había llegado a las Cumbres, y que me había mandado una carta expresando su pesar por el estado de la señora Linton, y su ardiente deseo de verla, con la súplica de que le trasmitiera, lo antes posible, por mi intermedio, alguna muestra de perdón.

—¡Perdón! —dijo Linton—. No tengo nada que perdonarle, Elena. Puede usted ir a Cumbres Borrascosas esta tarde, si quiere, y le dice que no estoy enfadado, triste por haberla perdido, especialmente porque no puedo creer que llegue a ser feliz. No obstante, está fuera de toda consideración que yo vaya a verla; estamos separados para siempre y, si ella realmente me quiere complacer, tiene que convencer al villano con quien se ha casado de que deje el país.

—¿Y usted no le escribirá una breve nota, señor? —le pregunté en tono de súplica.

—No, es inútil. Mi comunicación con la familia de Heathcliff tiene que ser tan escasa como la de él con la mía: inexistente.

La frialdad de Edgar me deprimió mucho. Y todo el camino desde la Granja me devanaba los sesos de cómo podría yo poner más calor en lo que dijo, cuando se lo repitiera a Isabela, y cómo suavizar su negativa de escribir unas pocas líneas para consolarla.

Aseguraría que me había estado esperando desde la mañana. La vi mirando por la celosía cuando yo llegaba por el camino del jardín, le hice una seña, pero se retiró, como si temiera ser vista.

Entré sin llamar. Nunca se vio tan desoladora y triste escena como lo que presentaba aquella casa, en otro tiempo tan alegre. He de confesar que, si hubiera estado en el lugar de la señora, yo por lo menos hubiera barrido el hogar y limpiado el polvo de las mesas. Pero ella ya participaba del contagioso espíritu de abandono que la rodeaba. Su lindo rostro estaba pálido e indiferente, su cabello desrizado, algunos mechones lacios colgando, y otros mal trenzados, alrededor de la cabeza. Probablemente no se había cambiado de ropa desde la tarde anterior.

Hindley no estaba allí. El señor Heathcliff, sentado ante una mesa, andaba con unos papeles de su cartera. Se levantó cuando yo entré, me preguntó muy amable cómo estaba, y me ofreció una silla.

Era el único ser que allí había de buen aspecto, y creo que mejor que nunca.

Las circunstancias habían alterado tanto sus posiciones que él hubiera parecido a cualquier extraño un caballero bien nacido y bien criado, y su mujer una auténtica desaliñada.

Vino hacia mí ansiosa por saludarme y me tendió una mano como para coger la esperada carta. Moví la cabeza. No entendió mi seña, sino que me siguió a un aparador a donde iba a dejar mi capota, y me instó en un murmullo a que le diera lo que había traído. Heathcliff entendió el significado de su maniobra y dijo:

—Si tienes algo para Isabela, que sin duda lo tienes, Neli, dáselo. No has de hacer de eso un secreto; no tenemos secretos entre nosotros.

—No tengo nada —repliqué, pensando que era mejor decir desde el primer momento la verdad—. Mi amo me rogó que dijera a su hermana que no espere, de momento, ni carta ni visita suya. Él le envía su cariño, señora, y hace votos por su felicidad, y su perdón por el dolor que le ha ocasionado. Pero cree que a partir de ahora su casa y esta casa deben suprimir toda intercomunicación, porque nada bueno resultaría de mantenerla.

A la señora Heathcliff le temblaron ligeramente los labios y se volvió a su asiento junto a la ventana. Su marido se colocó cerca del hogar, a mi lado, y empezó a hacerme preguntas referentes a Catalina. Le conté todo lo que me pareció oportuno respecto a su enfermedad, pero él me sacó, como si fuera en careo, la mayoría de los hechos relacionados con el origen de aquélla.

Cumbres borrascosasWhere stories live. Discover now