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Faroles encendidos. El parque aún alberga a las últimas parejas que, de la mano, caminan de retorno a sus vidas. Los ciclistas, reanudando sus rutas, continúan el viaje diario y se dispersan hacia la ciudad. El parque se ha ido vaciando de extraños y la brisa se ha vuelto fría.

La luz de algunos faroles titila a ratos.

Durante el día, ajeno a la multitud, pero circunscrito dentro del paisaje cotidiano, un viejo hombre recorre el lugar. Cabello cano, piel agrietada y porte encorvado, arropa su escuálido cuerpo con un abrigo gastado por el viento, las penas y los años. Pocos reparan en él. Su trayecto, entrecortado por las débiles piernas, se encamina por la rambla. Parecen adornarlo el bullicio de las gaviotas y los cariños de la brisa.

El morral tejido que cuelga de su hombro izquierdo parece contener más peso del que su dueño jamás obtuvo entre la piel y los huesos de su primitivo cuerpo.

El viejo camina, se detiene, se agacha y recoge. Repite esta rutina incesantemente durante su recorrido.

Una familia lo observa. La hija menor recuerda a su abuelo. Le pregunta a su madre: ¿Cuándo vendrá el abuelo?

El viejo camina, se detiene, se agacha y recoge. Continúa desplazándose.

Una mujer, trotando por la orilla, lo observa a medida que se le va acercando por la espalda. Espera que la firmeza de sus piernas no desfallezca nunca de esa manera. Aumenta con furia la velocidad de su marcha cuando está por alcanzarlo. Lo sobrepasa.

El viejo camina, se detiene, se agacha y recoge. Guarda plumas en su morral.

Nadie lo nota, pero apenas las recoge las acaricia fraternalmente. Se trata de un ritual íntimo.

El viejo camina, se detiene, se agacha y recoge. Alisa cada pluma, la alinea en el puñado que tiene en el bolsillo derecho y le coloca un nombre a cada una de ellas.

Nadie lo percibe, pero a pesar de lo arduo que parece su andar, el viejo se encuentra feliz. No, feliz no, aún no. El hombre se encuentra esperanzado, cree que va a ser feliz. Lo sabe.

El viejo camina, se detiene, se agacha y recoge. Lleva en su hombro un montón de nombres, recuerda cada uno y planea los próximos.

De pronto, el viejo camina, camina, se detiene, camina, camina y se pierde.

Nadie lo extraña.

Pero él tiene un lugar. Se aleja del mar, la rambla, las miradas. Se aleja del olvido, la soledad y los pájaros.

El viejo contempla su tesoro. Con su morral en las piernas, observa el contenido con devoción. "Hoy fue un buen día".

La luz del farol que empieza a alumbrarlo titila.

En la banca, el viejo ya no sabe del tiempo, no sabe de días, pero sabe de años. Sabe del peso que tiene encima de sus décadas.

Toma una pluma, la vuelve a alisar, la acaricia, le habla y la deja a un lado.

El viejo se arremanga el abrigo, deja al descubierto sus antebrazos.

Toma una pluma, la vuelve a alisar, la acaricia, le habla y la deja a un lado.

El viejo no está feliz, está esperanzado, pero sabe que va a ser feliz.

Toma una pluma, la vuelve a alisar, la acaricia, le habla y la deja a un lado. Diez veces, cincuenta, trescientas veces, más.

El viejo está llorando y sus manos están tan ansiosas que tiritan.

Toma una pluma, la besa, no para de llorar, está solo y tiene frío.

Eligió a Elena.

Tiene la pluma en las manos, llora desconsoladamente y, con una furia ancestral la clava de forma brutal en su antebrazo derecho.

Sangra, gime y llora.

Elije otra pluma: Carlos. Le busca el filo a la raíz y la entierra sin piedad en su antebrazo.

No está feliz, pero sabe que lo será.

Toma a Carmen y clava la pluma. Toma a Roberto, toma a Teresa, toma a María, toma a Claudio, toma a Cristian...

Ahora en su antebrazo izquierdo. Toma a Daniel, toma a Nicole, toma a Gloria, toma a los que quedan y continúa con su mutilación.

El viejo, entre lágrimas, sonríe. Ya no le queda nadie.

No hay quien lo observe, no hay quien lo extrañe ni lo llore, pero ahora tiene alas.

El viejo quería volar.

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⏰ Last updated: Jul 21, 2017 ⏰

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