veinticuatro

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No

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No. No podía recordarlo.

Estaba tildado, de pie. Su mirada se clavaba en la deshilachada manga de su camisa. Sus ojos estaban puestos en un suelo de madera oscurecido por la mugre, tan fermentada en olor por la humedad que podía notar las manchas tenues de algunos líquidos. Incluso podía notar el contorno perfecto de la sangre seca.

Su sangre.

Sus lágrimas.

Una larga línea atravesaba la madera húmeda, rasgada, rota. Eran tantas que su mente y sus ojos no podían dejar de contarlas una por una. Su cabello húmedo, el frío del aire. Todo su cuerpo estaba paralizado por el miedo. Temblando, adolorido.

Leves gotas de sangre cayeron al suelo. Su nariz volvía a chorrear, sus pómulos, mordidos hasta sangrar no dejaban de ser bañados por las pequeñas lágrimas que caían por sus ojos.

Estaba tan aterrado, tan asustado y cubierto por el dolor que sólo quería irse a casa. Su cuerpo entero había sido sometido a sucesos asquerosos, tan inolvidables para él que su mente lo repetía una y otra vez.

Escuchó un ruido, tan despacio, tan chiquitito. Sus reflejos lo llevaron a volverse con rapidez, sus ojos negros se agrandaron con fuerza y su corazón destrozado bombeó su sangre impura con velocidad. Su cuerpo delgado, su piel joven, estaba tan destruida que un jadeo se tuvo que tragar con fuerza.

—Christopher —escuchó una voz detrás de la puerta. Su cuerpo se encogió, sus piernas temblaron y su garganta vibraba de ansiedad y terror. Sus dedos volvieron a rascar los suelos, la carne viva de estos resaltó un dolor agudo en él. Escondió la cabeza entre sus piernas, cortadas, mordidas, cubiertas de sangre, moratones. Y aquella sucia evidencia que le gritaba mil veces por segundo que no duraría ni un mes ahí.

La puerta de metal se abrió y sus manos temblorosas se asomaron a su cabeza, cubriéndose con fuerza y terror. La suela de las botas militares retumbaba en sus oídos, cada paso hacía que los latidos de su corazón se acelerara con fuerza. Podía oír aquella respiración. La odiaba. La odiaba tanto que su sangre pútrida y enferma hirvió de ira.

—Pequeña liebre —susurró, su cuerpo se petrificó ante el apodo—. ¿Jugaron contigo de nuevo?

Quiso llorar. Quiso llorar veneno, quiso llorar su sangre negra, odiosa y asquerosa. Quiso ser veneno para ser la causa de sus muertes si se atrevían a volver a abusar de él. Su mirada negra se levantó de su escondite, de su refugio. Sus ojos se conectaron con aquellos grises, tan siniestros y cínicos que tuvo que fingir ser fuerte.

No contestó.

—Disculpa, ¿Sí? —le mencionó, observó la mano que se acercó a su mejilla. Cubierta de venas marcadas, una grande mano que lo golpeó numerosas veces—. Mis animales no suelen controlarse con los nuevos, ellos quieren entrar en este bonito negocio. Mira, yo no puedo hacer nada para controlarlos, cosita. Todos ellos son dueños de sus destinos.

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