17 | Cosas malas en nombre del amor

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La edad de treinta años es idealizada, por muchos, como una etapa de realización profesional y personal. Una plena emancipación gracias a un empleo que permite costear departamentos, autos, grandes bodas y una buena vida luego del difícil proceso de ser un joven adulto. Sin embargo, no todo el mundo tiene esa edad como tope en base a esas ideologías. La madurez que se puede tener a esa edad no siempre es la adecuada para todos. En consecuencia, esos que nunca maduran van por la vida a toda velocidad creyendo en cosas que no ven o que no pueden tener. Se dirigen hacia falsos paraísos como si fueran fugitivos. Los que sí maduran tienen otra historia...

A fin de cuentas, en ambos tipos de jóvenes adultos, el fundamento de la juventud es distorsionado. Pues todos viven a destiempo para convertirse en plenos seres humanos, como si crecer fuera una carrera contra reloj con un cuerpo humano, y un alma inmortal. O bien, pensando que el alma también es temporal y cruzando los dedos cuando las cosas van mal. Salta a la vista que no todos están preparados para alcanzar la codiciada estabilidad emocional, y económica, que los años permiten. Aunque existe otro tipo de personas, unas que desde antes de cumplir los aclamados treinta años piensan en ser estables sin una edad que los represente. Esos diferentes panoramas también pueden unirse en una bella casualidad, así como sucedió con Adrián y Carmen. Dos adultos, uno de veintiocho años, y una de treinta y ocho, atados por una cuerda invisible.

—No pensé que vendrías.

—Quedamos en que me ayudarías, ¿recuerdas?

—Sí, perdón lo había olvidado.

—Eres muy olvidadiza, Carmen.

—Tengo mucho trabajo. Mi secretaria renunció hace cinco días.

—¿Por qué?

—A su padre le diagnosticaron cáncer terminal. Ella quiere estar con él en sus últimos días. Yo estuve de acuerdo con ella y le dije que podría volver cuando quisiera.

—Entonces te ayudaré —concluyó Adrián, acercándose al desordenado escritorio que Carmen tenía en frente.

—No tienes por qué.

—Aparte de olvidadiza, eres testaruda. Déjame ayudarte.

—Viniste para que trabajemos con la demanda.

«No estés tan segura», aclaró para sí mismo.

—¿Piensas que así podemos trabajar?

La oficina de Carmen era un completo desastre con documentos y carpetas por todos lados: en el sofá, el escritorio y sobre las pequeñas mesas cercanas a la cafetera eléctrica. Los gabinetes abiertos hicieron todavía más obvio el desorden, uno del que cualquier persona sentía vergüenza ajena.

Adrián se puso manos a la obra. Ocasionalmente mientras organizaban el espacio cruzaron miradas. Él sonreía modesto, a ella se le complicó lucir igual de segura, pero hacía su mejor esfuerzo antes de volver a lo suyo. Semanas atrás, cuando fueron a un pequeño local para hablar sobre la demanda, ella se desahogó. Carmen le contó todo lo que sentía respecto a su divorcio, Adrián reservó sus comentarios para escucharla. Ese encuentro los comprometió a ser confidentes, al menos eso fue lo que él consideró, pues Carmen no estaba lista para distraerse como él. En cierto modo ninguno lo estaba, la ligera atracción que sentían era sustentada por empatía, y eso no era suficiente. La madre de Esteban sabía que con indecisión no llegaría a ninguna parte, pero tampoco podía lanzarse a los brazos de un hombre diez años menor solo porque la protegió de Víctor.

—Podrías pasarme la carpeta que tiene escrito «documentos legales».

—¿Te encuentras bien? —preguntó, ofreciéndole una mano para levantarla del suelo—. En verdad lo lamento, no quise crear este desorden.

Amigos IncondicionalesWhere stories live. Discover now