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TODOS LOS VERANOS empezaban de la misma forma.

    Al principio solo éramos Cameron, dos o tres niños más y yo. El pequeño Ben iba y venía. A veces se quedaba un par de días, regresaba a su ciudad y al poco tiempo su padre se deshacía de él trayéndole de vuelta aquí. Pero a nosotros aquello nos parecía bien, porque siempre volvía con regalos.

    Un solo regalo, en realidad. El mejor de todos.

    —¡Oh, sí! —gritó Cameron cuando Ben apareció por la puerta aquel día—. ¡Dámelo todo, nena!

    Era lunes, y llevábamos toda la mañana sentados en el local sin hacer absolutamente nada. La nueva mujer del Canal 1, una morena treintañera de grandes pechos, había anunciado temperaturas altas y días de mucho sol para toda la semana, así que el maldito calor limitaba nuestras opciones para matar el tiempo. No podíamos movernos sin acabar empapados de sudor. 

    Y aquello era lo peor que nos podía pasar, sobre todo teniendo en cuenta que todavía éramos muy pocos y que los demás tardarían unos cuantos días más en venir.

    El tiempo seguía pasando muy, muy lento.

    Y nosotros parecíamos ser el plato principal del aburrimiento.

    Miré un momento hacia el techo de metal y luego a mis propios dedos, que acariciaban de forma inconsciente la tela que sobresalía de mi sillón, antes de volver a centrarme en la conversación que estaba teniendo lugar entre mis dos amigos.

    —¿Cómo sabes que he traído algún regalo? —iba diciendo un Ben de lo más atrevido y desafiante—. ¿Y si esta vez no tengo nada?

    Cameron resopló como respuesta a aquellas palabras.

    —Venga, tío. No me jodas más y saca lo que sea que tengas ahí escondido.

    —Está bien, está bien... Tranquilo.

    El niño se llevó una mano al bolsillo y sacó una peonza de madera, de aspecto antiguo, con muchos más años a las espaldas que todos nuestros abuelos y cuya pintura ya comenzaba a desgastarse. Por un momento, tanto Cameron como yo nos quedamos sin palabras.

    —No puede ser verdad —susurré.

    Y entonces, Cameron volvió a alzar la voz.

    —¡Ha metido la puta marihuana en una peonza, tío!

    Mientras él estallaba en una carcajada que seguramente podía escucharse desde los otros pueblos, Ben nos frunció el ceño. Me dio la impresión de que estaba molesto.

    —¡Oye! —protestó—. Esta era la única manera de que mi padre no se enterase. ¿Qué preferíais, eh? ¿Que no hubiera traído nada?

    —¡Ábrela! —gritó mi otro amigo, que no había hecho caso de los reproches de Ben.

    Así que eso es lo que hizo el pequeño, o por lo menos lo intentó porque por más que movía las manos con fuerza y en todas direcciones, la peonza permaneció cerrada.

    Esperamos en silencio, pero no ocurrió nada. Aquel pequeño objeto de madera no quería abrirse.

    —Oh, ¡vamos! —se quejó Cameron. Era un chico con muy poca paciencia, como yo. Quizá pasar tanto tiempo juntos nos estaba convirtiendo en la misma persona, y no sabía si aquello era bueno o malo—. No me jodas. ¿Quién cojones ha cerrado esa cosa? ¿El Increíble Hulk? ¿Chuck Norris? ¿Mi madre?

Blackjack [#2]Where stories live. Discover now