Caminamos por la oscura Santiago entre pasajes y esquinas; laberintos habitados por indigentes, prostitutas y viejitas que por la noche cerraban los ojitos y decidían anular el mundo que transcurría a su al rededor. La mujer que ahora me tomaba la mano y la extendía en dirección suya, andando firme y segura por la ciudad que nos devoraba a cada paso, se llamaba Juliet. Decía que su familia, ingleses que hubiesen arribado en 1800 a las costas del sur chileno, gozaban de la lectura de Sheakespeare y al ser estos grandes fanáticos del escritor inglés optaron por mantener su linaje lleno de Hamlets, Juliets, Ofelias y Edmundos. Su mano me apretaba, nos mantenía distanciados pero tan unidos a la vez, estuvimos en ese andar, fuimos ese andar y nos manteníamos en ese andar y lo único que tenía de ella, su nombre y su mano. Dijo que quería comer, ansiosa parecía alargar sus piernas mientras yo la seguía y seguía ahí, viéndome en las sombras de las meadas paredes de Santiago. Hablamos de literatura, recuerdo la literatura, autores ingleses y ella contándome el final de una de las obras del gran Sheakespeare. Al final, éste ve a su amada muerta y decide ingerir veneno, al rato la amada despierta... había sido un letargo, ella no había yacido eternamente pero él ahora sí. Ella lo imita y luego se entierra el puñal del amado, Romeo. Amado Romeo (continuó, nombrándome incorrectamente) estarías dispuesto a ingerir veneno por mí. Yo quise correr, pero no sabía que la chela que nos habíamos tomado aquella noche en el fore ya contenía un somnífero que comenzaría a hacer efecto en un par de segundos, cuando hubiese comenzado a correr. Amado Romeo, prosiguió, mientras yo, tirado en el piso de baldosas, y colillas y vomitos, comenzaba a sentir un cuchillo deslizarse a un costado del apéndice.
