CAPITULO X

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La habitación donde se había refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada

encima de una mesa. Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenía una

mano sobre el corazón y dejaba colgar la otra. Encima de la mesa había una palangana

de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de hilillos de sangre.

Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por

momentos su pecho se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecía

aliviarla un poco, y le producía durante unos pocos segundos un sentimiento de

bienestar.

Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que

reposaba sobre el canapé.

–– ¿Ah, es usted? ––me dijo con una sonrisa.

Supongo que mi cara tenía un aspecto alterado, pues añadió:

–– ¿También usted se siente mal?

––No; y a usted ¿no se le ha pasado todavía?

––No mucho y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos había hecho acudir a sus

ojos––; pero ya estoy acostumbrada.

––Está usted matándose, señora ––le dije entonces con voz emocionada––. Me gustaría

ser amigo suyo, alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este

modo.

–– ¡Bah! La verdad es que no vale la pena que se alarme usted ––replicó en un tono un

poco amargo––. Ya ve cómo se ocupan de mí los otros: saben perfectamente que con

esta enfermedad no hay nada que hacer.

Dicho esto, se levantó y, tomando la vela, la puso sobre la chimenea y se miró en el

espejo.

–– ¡Qué pálida estoy ––dijo, abrochándose el vestido y pasándose los dedos por el pelo

para alisarlo––. ¡Bah! Vamos otra vez a la mesa. ¿Viene?

Pero yo estaba sentado y no me moví.

Comprendió la emoción que me había causado aquella escena, pues se acercó a mí y,

tendiéndome la mano, me dijo:

––Vamos, venga.

Tomé su mano, y la llevé a mis labios, humedeciéndola sin querer con dos lágrimas

largo tiempo contenidas.

–– ¡Pero, bueno, no sea usted niño! ––dijo, volviendo a sentarse a mi lado––. ¡Mira

que ponerse a llorar ¿Qué le pasa?

––Debo de parecerle un necio, pero lo que acabo de ver me ha hecho un daño

espantoso.

––Es usted muy bueno. Pero ¿qué quiere que haga? No puedo dormir, y tengo que

distraerme un poco. Y además, chicas como yo, una más o menos ¿qué importa? Los

médicos me dicen que la sangre que escupo procede de los bronquios; yo hago como

que los creo, es todo lo que puedo hacer por ellos.

La Dama de las CameliasWhere stories live. Discover now