El Castillo del Inglés

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Los relámpagos rasgaban el cielo sin interrupción y la tempestad, bajando desde las cumbres cercanas, azotaba con fuertes ráfagas el angosto camino de montaña. Hayas y robles gemían bajo sus embates, dejando hojas y ramas en la refriega. La lluvia caía sin cesar, arrastrada de un lado a otro por el viento que silbaba en todos los tonos.

La tormenta redoblaba su furia cuando los dos caminantes llegaron a una zona más despejada, casi arriba del collado, en donde el camino se ensanchaba, y al no estar protegido por árboles, ni por altas cunetas, la fuerza de los elementos se dejaba sentir aún con más virulencia. Al frente, aún a más de 10 kilómetros de distancia, estaba Francia.

Era una buena noche para pasar la muga y seguro que los picoletos estarían refugiados en el cuartelillo sin salir; pero también era un riesgo elevado andar por estos andurriales sin ver apenas el camino. Desde un lugar señalado con una piedra grabada -Desde aquí la deserción tiene pena de la vida - y que marcaba también el camino por el que los maquis sacaban a los pilotos aliados derribados en la Francia ocupada durante la II Guerra Mundial, tendrían que ir monte a través, internándose por un espeso bosque y bajando las pronunciadas crestas de la montaña hasta alcanzar el río... con los barrancos llenos de agua era un panorama temible.

Por eso, en un momento determinado, tras haber salvado a duras penas un regato que atravesaba el camino y que llevaba mucho caudal, el más alto empujó hacia un lado a su compañero indicándole que subiera a la derecha. Los mugidos de la tempestad apenas les permitían hablar.

- Ander, sigue esa vereda marcada entre los árboles -le gritó al oído, tenemos que refugiarnos hasta que esto pase un poco.

El sendero serpenteaba, subiendo entre un bosque de hayas atormentadas por la edad. Pasaron un pequeño puente de piedra que salvaba un torrente embravecido y al poco llegaron a una campa con un cierto desnivel, en la que se distinguían algunos muros de piedra y construcciones casi derruidas, invadidas por árboles y maleza.

Una de ellas, que aún conservaba todas las paredes y gran parte del techado, les brindó la necesaria protección. No debían ser los únicos que habían encontrado refugio allí, ya que en el suelo, en una de las esquinas, se veían los restos de una hoguera apagada hacía ya mucho tiempo. Como también había un buen montón de leña seca no tardaron demasiado en encender una pequeña fogata. Las paredes les protegían de las inclemencias y la luz, que proporcionaba la lumbre, no reverberaba hacia el exterior. Fuera la tempestad seguía creciendo en intensidad.

- Hemos hecho bien en refugiarnos aquí, Satrush, ¿cómo conocías el sitio? – preguntó Ander al más mayor.

Se habían quitado los zapatos y la ropa mojada y, aprovechando unos palos como perchas, la intentaban secar al calor de las llamas.

- Hace años que conozco esto, desde que era pequeño. Le llaman el Castillo del Inglés y yo crecí en Irún, un pueblo que está al pie de las colinas.

- Es un nombre extraño, sobre todo aquí, en estas montañas perdidas y sin ninguna población cerca –contestó intrigado Ander.

-Como todo en la vida tiene su razón y su historia- filosofó Satrush, mirando la hoguera con ensoñación.

- ¡Anda, cuéntala! Que seguro la conoces; aquí dentro estamos bien y podemos quedarnos un buen rato. Además vamos a tomarnos un café caliente que llevo en un termo.

Y echando mano del morral, que había dejado en el suelo, algo apartado de la hoguera, Ander sacó un termo, de esos modernos, que llevan un par de tazas de aluminio como tapa.

- Joder Ander, ¡qué oportuno! , lástima no poder echarle un chorrito de ttotta para entonar. El Satrush se frotaba las manos delante del fuego con evidente satisfacción.

El Castillo del InglésWhere stories live. Discover now