La disipada vida de Esteban

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Habrá gente que diga que todo esto es un desperdicio. Un absurdo. Una pérdida de tiempo. El peor de los vicios. La... Son ochenta y tres pesos, señor, interrumpe el chavo que atiende en ese momento la licorería. El hombre sale, tras pagar la cantidad exacta con monedas de cinco y de a diez pesos, sin terminar la diatriba, su discurso insoportable, que sólo en sus mejores momentos, justo antes de destapar la botella de vodka y chingársela, y cuando trae dinero, lanza a quien se encuentre detrás de un mostrador dispuesto a aceptar lo poco que el bolsillo de aquel alcohólico guarda.

Las calles de la ciudad de Guadalajara lo conocen bien. Su nalgas se han posado en indeterminado número de banquetas, de noche y de día, y aunque pareciera acabada su vida, su salud, sus centavos, siempre encuentra con qué nublar los sentidos, entumecer las neuronas, darle vuelo a la hilacha, empinar el codo.

Todo empezó a la tierna edad de ocho años, cuando, llamémoslo Esteban, viera salir por la puerta principal a su progenitor, o al menos lo que se decía ser su padre. Este, aparte de nomás estar por las noches (una sí y la otra no), acostarse con sus madre (a ella ni cómo chingados negarla, pues tienen el mismo lunar en la base del pulgar derecho, una media luna achocolatada) y propinarle una buena tanda de chingadazos. A ella, pues la señora, por lo demás, fungía como escudo del escuincle imberbe. Puras palabrotas le tocaban, a Esteban, las escuchaba de forma diaria, interminables, hasta que se largara el pinche viejo encabritado. Quizá muriera atropellado, víctima de una bala perdida o vaya a saber nadie qué, pero no volvió a ver al señor que le rompiera la nariz a la madre, un par de dedos y llenado de moratones el cuerpo entero.

Yo le decía a mi viejita que no se preocupara, balbucea en medio de un cuartucho oscuro, que todo va a estar retebien, ¡que no hay pedo! El hombre se tambalea, un chorro de vodka se escapa de la botella, mas no la suelta, como una cucaracha de templo a su cristito, no suelta Esteban para nada esa maldita botella. Ni vacía. Y da vueltas, se relame los labios y eructa de vez en vez. Flatulencias, sudor, la habitación apesta a mugre. Pero a Esteban no parece incomodarle una chingada, años van de este triste proceder, una vida disipada, entre vómitos y orina con toques rojizos. En fin, que poco a poco ha terminado por joderse los órganos.

Esteban enciende un cigarro, un espasmo en la columna.

¡Dale, cabrón! ¡No dejes que se pare el pendejo!, se escuchan las voces de unos enardecidos chicos en un callejón. Una mochila tirada a lo lejos, los zapatos suben y bajan, van de atrás hacia adelante, Esteban en el suelo. Minutos antes, en el salón de clases, un compañero, de los bravucones el más, no dejaba de llamarle mugroso, apestoso, huele-shit y otras bondades. Esteban, quien ya no podía aguantar esa falta de respeto, sobre todo porque en él no estaba el andar bien bañado y planchada su ropa (en su casa habían cortado el agua hacía un mes y la única luz que veían sus ojos era la solar, y del gas ni hablar). Pero en eso de las peleas nunca resultó muy ducho, eso, y que lo habían montoneado en el callejón después de que Esteban se pusiera cara a cara con el pinche bravucón.

Pinche viejo cabrón, se escucha en medio de la habitación oscura, lo mejor que pudiste hacer fue largarte, ¿verdad, hijo de la chingada? Un cuarto de botella es lo que queda, hay un cigarro en la raída chaqueta (resultado de un pequeño hurto, un señor la había olvidado en la banca de un parque) y la borrachera apenas comenzaba. Se levanta de la silla en que estaba, balancea con la siniestra la botella de Oso Negro y, tambaleándose, se dirige a la grasienta cocina. No hay una estufa, la vendió cuando se chupó la última raya en la obra y el refrigerador más bien es una bodega de jitomates echados a perder y queso podrido y salchichas resecas. Tal y como en su desaprovechada infancia, no hay luz. Busca en un cajón, en la tarja, por donde se le ocurra pasar la mano; no encuentra el preciado dinero. ¿Cómo, pues, habría de haber un solo peso en ese muladar? Se endereza, parece una campamocha, y se mete entre hombros los restos del vodka. Ni pedo, cabrón, a conseguir para seguirla, dice.

Los pocos amigos que podía decir tener, se cansaron de su ineptitud (dejaba caer tandas de ladrillos al piso estando él en la azotea, y la mezcla nomás no le quedaba bien nunca), hartos de solaparle las pendejadas ante los ingenieros y de prestarle dinero a cada rato. Dinero que no volvían a ver. Esteban, requemado por el sol, ya se había olvidado del lunar que le hacía pertenecer a algo, y sin una sola guía, un norte, había terminado por perderse muy temprano en el camino de la vida. Nadie lo contrataba, mucho menos buscaba enmendarse, pese a los tantos y vanos esfuerzos de sus compinches, quienes en el corto plazo lo mandaron a la chingada con sus berridos al emborracharse, y su impertinencia pasada la medianoche (solía ponerse muy gallito, reventar vasos, botellas y pendejear a medio mundo). Era un reverendo desmadre.

Compadrito, auxílieme con un pesito, por caridad. Es para comer un taco. Llevo todo el día sin comer, decía a las afueras de un OXXO, sosteniendo la puerta, ofreciendo un semblante dócil, bueno, ante los compradores nocturnos. Uno que otra, por no dejarse envolver en la pestilencia alcohólica del mamarracho aquel, o bien porque no los asaltara, le soltaba una moneda, ya dos. Los más, le huían; más que pena, Esteban causaba pavor, con los ojos inyectados de sangre, las encías por la misma línea y los dientes cariados. Eso, y que en más de una ocasión había llevado a cabo la labor, injustificada, de pedir dinero con los labios hinchados y los nudillos cubiertos de cortadas, a resultas de una trifulca con algún que otro drogadicto o compañero de juerga.

Con lágrimas en los ojos, el vientre inflamado, así la cabeza, Esteban siente un temor descomunal nomás sus miembros no le responden. Cuatro botellas Esteban se ha chingado, ahora caerá, irremisiblemente, en el sueño. Mañana (se estrella la botella en el piso con un estrépito, sus pies tiemblan involuntariamente), si es que despierta, será otro jodido día en la disipada vida de Esteban.

La disipada vida de EstebanWhere stories live. Discover now