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Miro el reloj luego de un rato. Las once en punto. Debí haberme ido a la cama hace un par de horas, pero por alguna razón no siento el cansancio que generalmente me ataca luego de un largo día de trabajo.

Al cabo de unos minutos cierro el diario y me dispongo a ir a la cama, aún sin sentir sueño, pero si me dejo llevar por la escritura y la buena música que suena en mi estéreo, sé que lo lamentaré al amanecer.

Me levanto a las seis de la mañana y salgo a trotar al parque que está al frente de mi departamento. Regreso a casa a las siete. Me ducho, me visto y, luego de colocarme un poco de perfume, salgo de la casa a las siete y un cuarto. Nunca me he demorado más de quince minutos para salir. No uso maquillaje ni zapatos altos. Mis vaqueros y mi cazadora negra me hacen sentir cómoda y dinámica. Bajo al estacionamiento y decido entre la Ducati y el sedan negro. Siempre elijo la Ducati a menos que esté lloviendo. Podría jurar que no compré esa motocicleta con el propósito de llamar la atención, pero, lamentablemente, ese es el impacto que causo al llegar a cualquier lugar. A muchos hombres les parece atractivo y otros opinan que mi extravagancia raya en la masculinidad. Ambos comentarios eran igual de banales para mí.

Llego a la comisaría a las ocho en punto. Al entrar me saludan como de costumbre los agentes, Jones y Peters quienes acostumbraban a leer el periódico por la mañana en el banquillo de la entrada. Hablamos unos segundos y me pusieron al día del partido de ayer. « Ha ganado Chicago a San Francisco» me dicen. Lo que de seguro les tiene a casi todos de buen humor. Había una tensión en toda la comisaría cuando perdía Chicago. Yo no era una aficionada, pero siempre estaba al tanto de la noticias deportivas muy a mi pesar. Seguí entonces por el pasillo escuchando el murmullo de todos a la vez, pero sin entender lo que dicen. Policías caminando de un lado a otro llevando informes, procesando detenidos de la noche anterior seguramente. El teléfono de emergencias no para y los radios policiales mucho menos. El día a día aquí nunca es tranquilo. Voy directo a mi oficina en la primera planta, me acomodo en mi silla y oigo que tocan a la puerta a los escasos treinta segundos.

- ¡Adelante! -digo.

-Buenos días -me saluda Alex al entrar-. Te traje un expreso bien cargado, como te gusta-continúa ofreciéndome el vaso. Cierra la puerta tras de sí y el ruido de fuera se esfuma.

Alex también es detective. Lo asignaron como mi compañero fijo desde hace dos años. Es el único en quien puedo confiar, el primero que llamo cuando me siento triste y el último hombre en la tierra con quien me acostaría. Por supuesto, su atractivo físico era innegable. Alto, fornido y varonil. Sus ojos cafés en perfecta armonía con su cabello lacio y su sonrisa siempre amplia y encantadora. Era un irresistible imán para las mujeres. Era todo un gigoló en potencia.

-Gracias, cariño -tomo un sorbo. El primer trago de la mañana era como un pequeño coro de ángeles.

-Vine a traerte el nuevo caso -dice, entregándome un archivo.

Me reclino hacia atrás en la silla y le echo un vistazo a la carpeta. Lo primero que veo es una foto de una chica. La escaneo y frunzo el ceño. Cabello rubio abundante, ojos azules, sutiles rasgos árabes. Dirijo mi vista hacia un lado y encuentro su perfil.

PERFIL:

Nombre: Amelia Habash.

Edad: 29 años.

Nacimiento: 08-05-1988

Estatura: 1.68cm.

Peso: 120 libras.

Piel: Blanca.

Cabello: Rubio.

Ojos: Azules.

La chica había desaparecido hace cinco días. Exactamente el día de San Valentín. Era doctora en el hospital central de Washington. Era hija única y vivía con su padre en una mansión al este de la ciudad; Salman Habash, dueño de una reconocida y millonaria constructora.

El diario de Elena (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora