Un mirlo tornasolado

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Desde mi juventud me encuentro sola. Aunque sola no sea la forma en la que debería describirlo realmente, sino que, para ser más acertados, debería decir que me acompañaba un sentimiento de soledad inminente, pues me encontraba rodeada de gente que intentaba brindarme una atención que quizás rechazaba inconscientemente, pero que, de no ser así, me era arrebatada en alguna parte del camino que transitaba desde ellos hasta mi persona. De cualquier manera, no tenía amigos, no tenía pareja, no tenía nada más que una frívola familia que no distaba mucho de un conjunto de seres de porcelana absolutamente helada y vacía.

Lo único que me salvaba, era el jardín trasero. a ese jardín no concurría nadie más que yo y quienes debían cuidar los rosales, y aquella tranquilidad lograba ponerme de algún modo feliz. 

Mis días solían basarse en estudiar francés sentada en una mesa de yeso blanca, debajo de un manzano sumamente alto, y cuando me aburría de ello, simplemente me retiraba a caminar. Caminaba sin descanso, siempre tratando de averiguar hasta dónde llegaban aquellas arboledas, todas en un terreno que era tan mío que lo sentía ajeno.

Recuerdo un día en especial, vestía un vestido negro porque tenía la política de vestirme como mi corazón se sintiese, y es que a veces no salía de la casa simplemente porque mi corazón no sentía, y si mi corazón no sentía, ¿por qué debía vestirme? Pero ése día me sentía especialmente miserable, así como el sol parecía brillar especialmente mucho. Decidí que no me sentía con ganas de estudiar ni con ánimos de caminar, por lo que pedí que me fuese llevado algo de comer, y mientras esperaba mi refrigerio, me pareció ver el jardín más vacío que nunca. Todo estaba sumamente quieto y yo deseaba más que nunca que corriese un poco de aire, aunque solo fuese una débil brisa.

Los minutos parecían pasar con una lentitud irreal y me encontré dejando caer todo mi peso en el respaldo de la silla, colgando mi cabeza y viendo hacia la copa del manzano. Las hojas se agitaron un poco por sobre mi cabeza y observé caer algo al piso. Un chillido me hizo darme cuenta de que era una pequeña ave, la cual al sol brillaba con un azul superpuesto a un negro perlado. Me acerqué rápidamente y lo recogí, su pico naranja y el sonido tan particular que emitía me confirmó que era un mirlo. Me miraba a los ojos, y quizás suene como una locura, pero parecía que me pedía ayuda con ellos. Algo dentro de mi aislado corazón se removió al ver a aquel pequeño pichón herido de un ala. Decidí cuidarlo, al menos hasta que se recuperase.

Al menos hasta que se recuperase. Me repetí a mi misma cuando, unos días después, lucía mucho más alegre y saltarín. Se encontraba en una enorme jaula, sumamente espaciosa, hecha de bronce y muy estrafalaria que alguna vez habría dado hogar a los cardenales de mi madre. Mirlo se alimentaba bastante bien, yo misma me encargaba de eso, y me descubrí tomándole un afecto inesperado al animal. Me sentía asustada por ello, y por eso solamente esperaba al momento de su total sanación para poder liberarlo y quitarme esa extraña sensación del pecho.

Mirlo era un pájaro bellisimo, y no podía evitar sonreír cada vez que le veía tan alegre. Su bienestar comenzaba a tornarse una prioridad para mi, y aunque prefería que eso no pasase, no podía hacer mucho contra la sensación de querer cuidar de él que me invadía más y más por cada segundo. 

En el momento en el que comenzó a cantar cada mañana al despertar (no descarto mi culpa de disfrutarlo), y noté que cada vez me sentía más su amiga, supe que ya no había más que hacerle. Mirlo estaba curado, y ahora me tocaba a mi.

Nos volvimos absolutamente inseparables, y para no pasar el resto de mi vida encerrada pues ya extrañaba el jardín, conseguí para él una jaula más pequeña y fácil de transportar, en la cual pudiese llevármelo afuera conmigo. Sin embargo, desde el primer momento en que lo dejé sobre el jardín, Mirlo simplemente dejó de saltar. Ya no agitaba las alas ni cantaba por las mañanas, y yo no entendía por qué.

Una noche, salí a dar un paseo pues la angustia no me dejaba dormir. Pensaba en lo triste que Mirlo se veía, en lo poco que comía, y en cómo eso me estaba destrozando el corazón. Me pregunté en qué había fallado durante su cuidado, ¿qué era lo que había hecho mal para que Mirlo luciera como yo lucía antes de su llegada? Y la respuesta se presentó en frente de mis narices, como si fuese una broma cruel del destino, una familia de mirlos se agitó en una rama de pino. Me di cuenta dolorosamente de las cosas y un escalofrío me recorrió la espalda, como si hubiesen arrojado sobre mi una cubeta de agua helada. Yo había acabado con su libertado, consumido su felicidad sin importarme nada más que la mía, y ahora que se había agotado, buscaba desesperadamente volver a hacerlo.

Aquella noche volví a la casa, pero no a mi habitación. Prometí a nadie en especial que a la mañana siguiente liberaría a Mirlo para que regresase con su familia.

Sin embargo, las cosas no sucedieron así. Por la mañana, cuando decidí que era hora de dejar ir a lo único que me hacía bien, la sorpresa que me llevé fue dolorosa. Mirlo yacía tirado en el piso de su jaula majestuosa, y para cuando la abrí, ya era demasiado tarde.

La culpa y el dolor me persiguen desde entonces. Han pasado años y aun regreso al jardín con un vestido negro y la esperanza de que regrese al menos una parte de aquella felicidad. Pero, aún por sobre todo, cada mañana temprano una sonrisa asoma por mis labios cuando oigo a la distancia tan llamativo canto de aquellos pájaros que me mostraron la insensible verdad de que la única jaula que dañaba a Mirlo, era mi corazón.

Desde entonces es que realmente sé lo que es estar sola. 

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⏰ Poslední aktualizace: Sep 15, 2017 ⏰

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