II El cubil

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Durante dos días, la loba y el Tuerto estuvieron dando vueltas por las proximidades del campamento indio. A él le molestaba aquello y le infundía recelo; sin embargo, su compañera lo hallaba muy
atractivo y no mostraba el menor deseo de alejarse. Pero cuando una mañana resonó en el aire un disparo de un rifle que partía de un sitio muy cercano y una bala fue a aplastarse contra el tronco de un árbol a algunos centímetros de distancia de la cabeza del Tuerto, no dudaron ya más ni uno ni otra y salieron a
galope, un galope tendido de enorme velocidad, que pronto puso por medio unos cuantos
kilómetros entre ellos y el peligro.
No fueron a parar muy lejos, sin embargo: solo a la distancia de un par de días de viaje.
La necesidad que sentía la loba de encontrar lo que siempre estaba buscando había llegado
a ser imperiosa. Estaba ya tan gruesa que no podía correr más que despacio. Una vez, al perseguir a un conejo, que en cualquier otra ocasión hubiera cazado con facilidad, tuvo que abandonar la persecución y echarse para descansar. El Tuerto fue entonces a su lado; pero al tocarla suavemente con el hocico, ella le mordió tan brusca y furiosamente que debió retroceder dando tumbos del modo más ridículo, para huir de los dientes de su compañera. Esta tenía el genio peor que nunca; en cambio, se mostraba él más paciente y solícito que en ninguna otra ocasión. Al fin la loba halló lo que iba buscando. Fue a unos cuantos kilómetros de la parte superior de un arroyo
que en verano desembocaba en el río Mackenzie; pero que entonces estaba helado, no solo en su superficie, sino desde ella hasta su pedregoso fondo, convertido en blanca y dura masa desde el nacimiento a la desembocadura.

Iba la loba trotando pesadamente, muy cansada, a bastante distancia de su compañero, que llevaba la delantera, cuando llegó al alto banco de arcilla que dominaba el cauce. Cambió el rumbo y trotó hacia allí. El chorrear de las aguas que provenían de las
tormentas primaverales y de los deshielos había minado la base del banco, dejando convertido en covacha lo que antes fue una
estrecha grieta.
La loba se paró frente a la boca de la cueva y examinó con cuidado el ribazo que
quedaba encima. Luego, a uno y otro lado recorrió la base del mismo hasta donde la parte más prominente de él se destacaba sobre la suave línea del paisaje. Volviendo a la covacha, se metió en la estrecha boca. Al
principio se vio obligada a avanzar agachándose; pero luego las paredes interiores se fueron ensanchando y elevándose hasta
constituir un breve recinto de más de metro y medio de diámetro. Casi tocaba el techo con la cabeza, pero el sitio era seco y lo halló acogedor. Lo estudió todo minuciosamente,
mientras el Tuerto, que había vuelto atrás para acompañarla, se quedaba a la entrada y la observaba pacientemente. Ella bajó la cabeza, con el hocico señalando a un punto del
suelo muy cerca de sus apiñados pies, y en torno a este punto comentó a dar repetidas vueltas, hasta que al fin, con una especie de gruñido que algo tenía de cansado suspiro, enroscó allí el cuerpo, dobló las piernas y se
dejó caer, con la cabeza en dirección a la entrada.

El Tuerto, con las orejas tiesas y demostrando su interés, le sonreía, y al mismo tiempo, destacándose contra la blanca luz del exterior, ella podía ver cómo la poblada cola del lobo se balanceaba con amistosa y bonachona expresión. Y las orejas de la hembra, con un movimiento lleno de grato abandono, se bajaron hacia atrás hasta que sus afiladas puntas se aplanaron sobre la cabeza por un momento, mientras la boca se abría y la lengua colgaba de ella tranquila y pacíficamente.
Con todo aquello, la loba expresaba que se hallaba contenta y satisfecha.

En cuanto al Tuerto, lo que él sentía era hambre. Aunque se echó a la entrada de la cueva y durmió, su sueño fue ligero. Se despertaba continuamente, enderezando las orejas al mirar hacia aquel mundo exterior tan
claro y límpido, en que el sol de abril brillaba sobre la nieve. Mientras dormitaba, oía quedamente los débiles rumores de escondidas chorreras que el agua había formado, y entonces
se levantaba y se ponía a escuchar con la mayor atención. El sol había vuelto, y todo aquel mundo de las tierras boreales, que despertaba ahora, parecía reclamarlo a él. La vida resurgía y se animaba. La sensación de la primavera flotaba en el ambiente; la sensación de la vida nueva que crecía bajo la nieve; de la savia ascendiendo a los árboles; de los capullos rompiendo los grilletes del
hielo.

Colmillo BlancoWhere stories live. Discover now