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−Antonieta −arguyó el tío Benjamín frente a un cuadro de paisaje  −, y ¿qué tal este?, ¿te parece digno para nuestra casa? Estoy impresionado por este tal pintor, sus trazos son envidiables, y los colores, uf...

−No me gusta tanto papá. No estoy familiarizada con el posimpresionismo pero, podríamos hacer la excepción. ¿Qué opinas tú Violeta?

Yo era muy pequeña en ese entonces. Tenía las manitos de ángel, como decía padre. No sabía nada de la pintura y sin embargo pienso, ya para aquel instante, tenía cierto interés por la vida de los artistas. Antonieta siempre me quiso desde niña, ella, tan solo cinco o seis años mayor, parecía ser la mejor en todo; en pintura era ganadora de cada uno de los concursos a los que participaba, en piano, estaba bien recomendada por los músicos de la localidad, y en poesía, era todo un prodigio. Orgullo de mi tío Benjamín y mi tía Verónica, quienes, desde que nació, dieron todo por ella, endeudándose decenas de veces para conseguir el mejor de los estudios para su hija. 

−Está lindo −dije para consolar los gustos del tío.

−Ves que sí hija −dijo el tío oteándome desde sus impresionantes dos metros de altura −. El futuro comprenderá mis gustos por los colores. Todo es muy apagado hoy en día. Estos artistas lo saben, lo comprenden a la perfección. ¡Hey tú muchacho, acércate!, ¿qué opinas de este cuadro?

El joven se acercó tímido.

−Eh... hum..., está...

−Vamos, jovencito, que mi hija espera un veredicto −dijo el tío mirando a su hija.

 −Se ve guapo.

−¿Guapo?, ¿qué, qué, qué palabra es esa?, ¿Verónica, tú entiendes?

−Cariño, deja al muchacho, parece nervioso.

−Bien vete, y ponte a pensar en el cuadro chiquillo del demo...

−¡Papá!   −dijo Antonieta retando al tío Benjamín −. Está bien, ya entendí, ya entendí. Compra el cuadro, en parte está bastante hermoso, pero no necesitas llamar a desconocidos para convencerme. El dinero es tuyo, por tanto, tú puedes comprar lo que desees y lo que desees aceptarán tu mujer y tu hija. 

El tío ocupaba un largo bastón de ébano en el cual vivía apoyado largos períodos; tenía la cabeza de plata, y figuraba un animal que era más o menos caballo. Yo lo recuerdo recostado en su chaise longue a medio día, tomando un vaso de limonada preparada por la criada. Mi memoria atrapó tan bien esa imagen, que ahora que lo pienso, hombres como él, estarían sumiéndose en el humo de la pipa y el amargo sabor del coñac. Su mujer, por otro lado, era una excelente esposa. Ella hacía todo para su marido y si bien, una no los veía conversar a menudo, según Antonieta, era porque ya estaban tan acostumbrados el uno con el otro, que tenían su propio idioma.

−El corporal −decía mi prima con calidez desbordante.

Cuando el cuadro llegó a casa yo pude entender que tal, se veía mucho mejor con la luz del salón, ya que en el oscuro lugar donde la visitamos, sus colores no preponderaban a sus anchas. Creo que Antonieta pensaba lo mismo. ¿Quién podría imaginarse lo que pensaba aquella mente tan capaz? En el instituto no había niña que no supiera de ella, yo, que siempre fui afanada con mi prima, era incapaz de ocultar su perfección en todo. Esos ojos negruzcos y el tono amarillento de sus cabellos, me dejaban una fotografía capaz de concederme alegría cuando ya me creía siendo tan grande como ella.

 −¿Vamos a acampar Violeta?−proponía con su delicada voz principesca.

Llevaba yo sus pinturas y ella por otro lado, sus carpetas y su atril. 

−¿Quieres pintar?

 −No. Bueno... no lo sé, creo que lo haría mal.

−¿Mal? −insistió Antonieta −, ¿por qué has de hacerlo mal si ni si quiera lo intentas?

Si existe algun recuerdo que me lleve al pasado siempre será ese. Ella tomando mi mano y haciendo el trazo con su leve movimiento de vaivén.

 −Captura la imagen de Dios.

−¿De Dios? −pregunté.

−Sí, Él dice mamá, es el creador de todo en este mundo.

−¡Vaya!,qué complicado ser creador de algo tan asombroso como estos hermosos paisajes.

 −Sí, asombra a cualquiera. Y si te manejas en esto podrás pintar como tal todas las formas posibles.

Cuando regresábamos a casa de los tíos, estos nos esperaban con un espléndido almuerzo. Además se permitía, como no pasaba con mis padres, conversar con los mayores. Y muchas veces, iban de visitas muchos personajes del medio. Escritores, pintores, ingenieros, políticos, etcétera. Aprendía tanto de aquellos hombres, que estaba feliz, más feliz que en casa, con mi madre y mis hermanos. 

Una tarde, mientras paseaba buscando luciérnagas en el prado, Antonieta me gritó desde lejos. Me anunciaba que tendría una sorpresa para mí, y que antes de que me fuera a acostar, me la daría con la condición de que cerrara mis ojos. Y así lo hice; eran un propio juego de pinturas y carpetas llenas de hojas limpias para dibujar.

 −Déjame confesarte algo −dijo mi prima antes de irme a dormir −.  Me voy a casar.

Quedé pasmada.

  −Es un muchacho llamado Harry, es alto y guapo y tiene condiciones para mantener una familia. Ayer pidió mi mano a mi padre, y este, sin chistar aceptó. Estoy algo decepcionada, a veces pienso que Benjamín me quiere lejos, o quizá ya empiece a necesitar dinero.

−No sé qué decirte prima.

−Nada pues, eres muy joven para entenderlo. Uf, ni yo misma a veces lo entiendo. Claro está, que tendré que acostumbrarme a servir a un hombre.

−¿Dejarás de pintar?

−No lo creo Violeta. La pintura, la música y la poesía no se pueden dejar porque sí. Este regalo que te doy, ocúpalo, vence el miedo a equivocarte y verás que buena te vuelves. 

Y así lo hice.

Aquel verano había sido espléndido. Los ríos prístinos y casi griegos del lugar me convencían de que la belleza  estaba instaurada en lo que a una lo rodea. 

 −No te olvides de escribirme −dijo Antonieta muy triste.

−Mi niña, te esperamos −dijeron mis tíos −. Vuelve pronto.

Y yo, que lloraba, nunca más volví a ese paraíso. No porque no quisiera, se entiende, sino porque trabas existen en mi vida, y una de ellas se  llama: madre.

 −¿Cómo va señorita? −preguntó el cochero alzando fuertemente su voz grave.

−Bien señor Seúl −dije asomándome por las cortinas −. Se mueve un poco, pero me acostumbraré.

−Queda un largo viaje al mar señorita. ¿Va a sólo pintar las olas o qué?, perdone la intromisión, me saco el sombrero de copa.

Reí pues el cochero, que bien era conocido en el pueblo, siempre me pareció muy gracioso. Llevaba una levita carmesí muy zarrapastrosa y sus cabellos grasientos estaban siempre tan inconfundibles, que se le podría siempre reconocer por ello.

 −Iré a ver a mis abuelos señor Seúl, y también, pintaré el océano.

−Vaya, vaya, vaya... es usted una señorita muy culta. Ojalá mi hija fuera así como usted.

Me quedé pensando.

−Señor Seúl, hace muchos años atrás, con padre viajamos al mar. ¿No sé si usted se acuerda?

−Deje darle cuerda a este viejo cerebro... ¡ya!, claro, tendría usted apenas unos años. Era así de chiquita −dijo realizando el gesto con la mano− sabe. Su padre un hombre formidable, muy bueno el señor, tanto como usted. Son dos gotas de agua.

Reí de felicidad.

−Es bueno saberlo señor Seúl. 

 −Bien señorita, ajuste su asiento, que el viaje será largo y mis caballos están a tope, cabalgaremos a mil.




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⏰ Last updated: Nov 09, 2017 ⏰

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La imposible forma de sus labiosWhere stories live. Discover now