Diciembre, 24.

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—Despierta.

—No es de día. —aseguro.

Pero las cortinas se abren y la luz, sí, esa luz no sintética que me corta los párpados, habla. Otra vez, ya no es ayer.

«Puto sol de mierda. Buenos días, día»

—Buenos días mamá —le digo a ella.

Me escupe la semi cama.

Semi porque mi cama; esa que solía hacer de ring en mis puerilidades, ya no me queda grande.

El espacio se contrae.

—Puedo no ir a misa.

—No es una opción.

—¿Y si prendo fuego al pisar terrenos sacros?

—Enviaremos a tu hermana adelante. Si no se chamusca, nada pasa.

—¡Gracias! —grita ella desde la ducha. —Alguien que me pase carbón. Betún para zapatos no está mal. Hay que terminar de ennegrecer mi pinta de oveja descarriada. Por si las dudas.

Río.

Río con ellos porque todavía soy algo que ignora cómo es que llegó aquí.

Si me sincero; el día que mi billetera pagó por un boleto de regreso a casa, yo estaba frágil. Extraviado como huevo perdido entre papas en un supermercado abarrotado.

—Postre, te toca —indica mi hermano y quisiera que hablara de que puedo comer azúcar a horas tempranas. Pero no. En otras palabras, si no me apuro no habrá nada dulce para más tarde.

—¿Y la batidora?

—En el lugar de siempre —contesta mi sobrina.

Revolviendo con lujo de escándalo descubro un affaire. Ni la susodicha ni la licuadora están.

Siempre: ha cambiado.

—Movimos todo. Ya te sabes porqué —confiesa mamá y yo: omito a beneficio ese "porqué" —Lo que iba abajo del mueble principal ahora está en el armario a la par del árbol.

Ah. El "árbol".
Me distraigo con el ciprés.

Sus anillos cuentan que tiene más de veinte y desde que tuvo edad para aguantar, por tradición se le secuestra. Ni bien llega diciembre, mis ancestros lo arrancan de su hábitat para plantarlo a media sala. Su tortura se extiende hasta enero y solo después de mi onomástico, el rehén vuelve al regazo de su madre naturaleza.

—¿Siguen jodiéndole la vida a Ben? —me quejo mientras recuerdo que en mi mocedad me encadené a él en señal de protesta.

—Hijo: esa boca.


—Lo siento, má.


«Lo siento, Ben» susurro sin voz.

Una de sus ramas, abarrotada de bolas cristalinas que simulan ahogar con nieve casitas navideñas foráneas, me seduce a chulearlo.

«Te ves guapo»

Mal de conciencia.
Nunca creí poder amar y odiar algo al mismo tiempo.

Amo a Ben el árbol y, aunque me cueste aceptarlo, al ciento de estrellitas que hacen que su verde natural resalte, mas el concepto y razones por las cuales está adentro de casa: me da náuseas.

Y no es que yo sea o quiera ser ese bicho de pelo desgarbado llamado Grinch, pero es que ya no le veo sentido a esto.

Ha de ser culpa de la maduración que me trajo los años o quizás porque, con permiso, me sobran motivos personales.

Y es que yo, a diferencia de ellos, no olvido nada.

Fue por estas fechas.

El pueblo profanaba la noche, ridícula cantidad de someras ilusiones. Cielo mal teñido. Estábamos. Estuve y estando: papá se nos había extraviado. La manifestación del primer síntoma sucedió en manada y nosotros ni lo notamos. Es que era más festivo ver pa' arriba y no hacia los lados.

Ouch.
Duele.
Tocar hondo.


Porque es una realidad.

Papá ya no está.

Dejó de estar hace una navidad atrás. Poco más de trescientos sesenta y cinco días han pasado. Me debe y le debo un feliz cumpleaños.

Quejido impropio de un adulto hecho y derecho; de él no me despedí cuando la tierra lo tragaba.

Ni para su aniversario de expiración pude poner un pie en su lugar de descanso.

Pero.

—Es hora de que vayas —dice mi hermana.

—Está bien, llora. Llorar es bueno —recomienda mi hermano.


No tengo idea de a qué hora se me acercaron. Tampoco sé cuanto ha pasado. Cero recuerdos del momento exacto en que mis ojos se inundaron.


Me levanto. Siempre lo hago. Autómata, busco la cocina.
Azúcar, mantequilla, licor fino y etcétera.
Manos, cabeza: labremos un postre.

Aspas contra aluminio. Vapor de agua hirviendo. El temporizador decora el silencio de mi familia.

El bullicio se ha trasladado.
Mamá, hermano y hermana están en algún rincón hablando de que tiendo a desconectarme. Cada que recuerdo. Mi infancia.

Aquí entre nos, digamos que es un tipo de episodio pasivo-no agresivo el que nubla mi campo. El psiquiatra no medica pastillas. Lo mío son métodos para desahogarse. Suspirar dicen que suelta, eso ya no alcanza.

—Ya vuelvo —anuncio y me quito el delantal de reno con nariz alérgica que me obsequió el hijo de mi hermana —Me falta algo.

Mis pies me llevan a la tienda de la esquina. —Se nos acabó. —indica el tendero y así, como si fuera una cadena, se sucede la misma respuesta.

No hay de lo que ocupo en ningún lado.

Pasa un autobús, éste dice: —Sube.

Pago por mi derecho al transporte público y paso de largo el primer supermercado. Ocurre una vez y otra más hasta que las orillas de la capital me saludan con smog y fermento de cebada.

La fábrica nacional de cervezas es mi faro.

Camino de calles. Por aquí tropecé.

Doblo a la derecha. Subo una cuesta. Sigo. Hay que atravesar el mercado.

Pululan uvas y manzanas.
Fuegos artificiales chinos y locales. Aroma a pavo y a pierna de cerdo adobada. Crujen envolturas de regalos no planeados. Un perro no se regala.

Y de repente huele distinto.

Flores de olvido. Polvo de huesos se incrusta en mi olfato.

—Lamento llegar tarde.

—Para mí nunca es tarde.

—Porque para mí siempre es de noche.

Al calor del medio día, ahí en el Cementerio de los Importantes, a una placa de tantas le llega lluvia.

Ácido. Dulce. Salado. Obtuso. Cuadrado. Llanto de un hijo. Hace ocho navidades se perdió. Camino a casa.

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⏰ Last updated: Dec 26, 2017 ⏰

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Notas mentales escritas a lápiz.Where stories live. Discover now