¿Quiénes somos?

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Para la familia Matsumoto, la sala de espera en aquel hospital, no era más que una barrera impidiendo los lamentos; en silencio sucio debían resguardar las emociones. El más pequeño recordaba haber contado hasta treinta y dos el número de veces en que la enfermera Yumi caminaba frente a él con el tocado a lo alto. Mantenerse con las manos cenizas juntas y pegadas a la boca, no atraía la atención de los doctores.

Él no creía en Dios, pero los rezos, credo y oraciones eran bienvenidas para salvar la vida de la abuela.

El porcelanato blanco del suelo reflejaba el rostro apagado, noches de desvelo y días sin comer le cobraban factura en las grandes ojeras y los labios resecos. Quienes se sentaban a su lado eran alejados por la frustración acompañada de un miedo tan grande que los empujaba.

Él no iba a explicarse esa clase de cosas, la única información que necesitaba era saber a qué procedía la vida del único ser que le acompañó en la suya. Si la abuela dejaba de existir, él estaría completamente solo.

—Doctor...

Voz baja, el gesto del nombrado sentenció su futuro. Y no había mejor respuesta que ahogar el llanto sino dejar que el nudo en la garganta se desenlazara, porque la abuela se decepcionaría.

Las horas de registro de a poco terminaban, el doctor mantuvo en pie la promesa de una última visita del día. Había esperado tanto por ese momento que ahora creía si era factible y humillarse un poco más ante el Dios mentiroso. Finalmente, cedió; al infante se le ofreció el pase de entrada y enfrentarse al infinito pasillo por una noche más.

Era preferible no pensar. El mundo externo era sinónimo de caos, el interior lo era de guerra.

Se preparaba para una noche más de vela, enfrentándose a la cruda realidad para entrar a la puerta marcada con una letra C en rojo, el código significaba paciente de alto riesgo. Miró hacia el suelo para no observar el panorama de siempre, infinitos sueros y cables conectados a la abuela que lucía piel pálida y arrugada. Sin embargo, existía una mancha negra en el piso brillante de tamaño considerable al otro lado de la cama.

Levantó de inmediato la vista encontrándose con un chico mucho más grande que él. La sorpresa era tan grande que le dejó mudo y fue incapaz de llamar a los enfermeros.

El nuevo inquilino le observó de manera detenida con un semblante neutro y apagado. Vistiendo ropas negras y cubriéndose de pies a cabeza con una especie de capucha, el pecho era adornado con el símbolo de una estrella de seis puntas encerradas en un círculo y lo que parecían ser rosarios. No tenía pinta de ser un ladrón con ropas extrañas, ni tampoco se explicaba cómo había logrado ingresar con las cámaras de seguridad en todos los ángulos del edificio.

—Ella sufre.

Parpadeó, si había llegado a creer que era una clase de sueño, la voz aguda y ronca dejaba claro que era una pesadilla real. Aquel espécimen miró con melancolía a la abuela que aún no se percataba del nuevo ente. Takanori descifró sus intenciones, antes de poder dar un paso, la mano del extraño fue posada en la frente.

El tacto se convertía en el ruido incesante que tanto temía, el monitor de ritmo cardiaco marcaba cero y una línea continua. Parecía que también se le había arrebatado el habla y la respiración.

Un grito de pánico fue acompañado de marcha blanca.

Las enfermeras y el doctor de cabecera entraron de inmediato. Una de las acompañantes empujaba a Takanori para no interrumpir la resucitación pero este continuaba empujando, apuntando hacia el inquilino.

AbaddonWhere stories live. Discover now