Prologo

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Prólogo

Todo el pueblo olía a humo de tabaco. No importaba a dónde fuese Elliot, podía sentir el irritante picor subiéndole por las fosas nasales. La gente parecía fumar todo el tiempo en todos lados. No importaba el género o, increíblemente, tampoco la edad; había visto chicos que no rebasaban los quince años, aspirando de una pipa o de un cigarrillo como si la vida les fuese en ello. Era una de tantas características que le llevaban a evitar poblaciones como aquella, pero ciertamente no la de más peso.

Mientras caminaba por los estrechos callejones (empequeñecidos todavía más por el permanente mercado conformado por puestos sumamente precarios de madera y telas percudidas), sucumbía al sopor y la ansiedad. Cada roce con algún desconocido le crispaba los nervios y erizaba de inmediato su piel. El completo estado de alerta, aunado al sofocante calor de verano, le tenían empapada la enorme camisa gris que le cubría tres cuartas partes de su estatura. Odiaba las multitudes, pues siempre, entre los ríos de gente había alguien demasiado alerta o demasiado desocupado como para notarle. Notar su edad, su evidente juventud y el miedo que transpiraba. Tres de cada cinco veces que se sumergía en lugares con alta demografía, debía salir huyendo irremediablemente.

Con el puño de su camisa, limpió la humedecida y tostada frente, alborotando los rubios cabellos que ahí descansaban, pegados a ella por la humedad. Sus ojos, de un gris profundo, se sacudían en busca de la única figura familiar en ese caos de humanidad; la encontró pronto, haciéndole señas en la esquina que dos callejones conformaban, unos metros más adelante. Una chica con apenas un par de centímetros menos de estatura, cabello del mismo tono rubio cenizo y ojos tan grandes como limones.

Sin pensarlo dos veces, apretó el paso hasta casi comenzar a trotar. Sus desgastadas suelas le dificultaban, sin embargo, tan sencilla acción. Las viejas baldosas marrones que conformaban el piso sobre el que se desplazaba, tampoco ofrecían demasiada fricción después de años y años de ser recorridas por mercaderes y compradores.

Decenas de voces, ofreciendo diversos productos como frutas, artesanías y otros necesarios menesteres sumadas a las que preguntaban precios y regateaban casi inevitablemente los mismos, le impedían escuchar las palabras que Linda, su hermana, repetía con ansiedad.

- ... del otro lado de esa casa -terminó de decir Linda.

- ¿Qué? -atinó a preguntar Elliot.

- Ven, encontré uno -dijo Linda con impaciencia.

No agregó más y se dio la media vuelta. Elliot, con una creciente ansiedad le siguió tan de cerca como le fue posible. Fueron esquivando brazos y piernas; se sumergieron entre camisones, cubre-todos y otras prendas que la gente de ese lugar solía usar holgadas. Ambos evitaban contactos innecesarios y cuando, con mala fortuna, chocaban con alguien, giraban el rostro para evitar ser identificados. Todo parecía de rutina, pero Elliot no lograba sacudirse la sensación de que algo estaba mal.

Llegaron hasta un puesto particularmente grande. Una cantidad importante de personas esperaba pacientemente su turno para ser atendidos. Elliot no tardó demasiado en identificar que el producto a la venta era pan. En aquellos días, producir algo tan común, pero increíblemente demandado como el pan, era inusual. La mayoría de los alimentos preparados se vendían empaquetados, listos para el consumo, sin embargo, el romanticismo de una hogaza no había perdido encanto entre las personas, desafortunadamente, no quedaban demasiados individuos con el empuje para producir algo que podía considerarse como un arte perdido. Elliot entendía por qué su gemela había elegido tal lugar como objetivo, de cualquier manera, trató de disuadirla.

Esensi: AlfaWhere stories live. Discover now