Ella, Noemí

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Y entonces lo vi, tan ciego y rabioso que me asustó, tan sublime y zaparrastroso que me azoró. Ya lejos de mí, el imponente animal parecía saludarme, yo solo atiné a reírme. Él a cambio de mi sonrisa me ofreció un chillido de esos que uno prefiere no escuchar y se perdió en la oscuridad de la noche costera. Ella, Noemí me esperaba adentro con un café caliente y una mueca agraciada por la situación. Mi cara reflejaba temor, pero un temor tierno, cuasi infantil. Cerré la puerta del balcón y quise besarla, ella me rechazó como siempre (como nunca). Nos matamos en explicaciones que jamás nos pedimos y nos fuimos a la cama, juntos pero separados.

Ella leía una novela yankee, de esas de fácil lectura que intentan dejar una enseñanza desde el minuto cero. Esas novelas preconcebidas de psicología conductista. Hablaba de un pibe que estaba medio loco por la muerte de su hermano (o su mejor amigo no recuerdo bien) y se adentraba en la adolescencia con todo eso en la cabeza. Drogas, mujeres, enamoramientos platónicos, sexo, amores no correspondidos, todo lo que necesita un libro para llegarle a un adolescente promedio. En fin, mientras ella leía, yo me distraía con el celular intentando pasar un nivel imposible de un juego injugable. Cada día me convenzo más de que esos juegos no están hechos para ser terminados, que tienen una especie de algoritmo que hace imposible superar ciertos niveles durante un tiempo determinado y que todo queda resuelto más a la suerte que al talento del jugador.

Cuando dejé de jugar con el teléfono ella, Noemí (encuentro magia en escribir su nombre), seguía leyendo. Eran las 3:22 AM del domingo 7 de enero del 2018, hacía 23 grados y la térmica era de 20. La noche estaba estrellada y por la ventana se podía observar el mar. Ella dejó de leer por un momento y me miró, yo me reí, acto seguida explotó en un llanto inexplicable para alguien que no la conoce. La abracé, puso su cabeza en mi pecho y mientras yo jugaba con su pelo (en un intento desesperadamente tierno de acariciarla como se acaricia a quien se ama después de amarse) se durmió. Yo logré conciliar el sueño pasadas las cuatro de la mañana, estuve más de cuarenta minutos contemplándola y acariciándola mientras dormía y el mundo era nuestro.

A las 12 del día del 7 de enero ella, Noemí me despertó con el desayuno y comimos juntos mientras hablábamos de la vida lejana en nuestra ciudad de origen. Esa tarde fuimos a una playa desierta, nuestro vecino más cercano se encontraba a un kilómetro de distancia. Contemplamos el atardecer y nos reímos de estar vivos. Nos subimos al auto y observamos el mar perdiéndose en el horizonte lejano, ella no paró de hablar un segundo. Explicaba una y otra vez el porqué del color rosado y anaranjado del cielo que le apasionaba, luego se bajó y comenzó a sacar fotos con su cámara Nikon. A mí se me cayeron un par de lágrimas que ella jamás vio pero que si advirtió ni bien volvió al auto. Me abrazó y puso música, yo me recosté en sus piernas mientras la escuchaba contar historias en las que no pude concentrarme. Solo podía ver su boca abriéndose y cerrándose una y otra vez, mezclando la hermosa melodía de su voz con la música que parecía flotar en el aire.

La noche nos encontró recostados en el capó del auto viendo el cielo, con la bruma de mar acechando nuestras narices. Sentí como durante un instante ella clavó su mirada en mí, como queriéndome pedir perdón, como intentando recomponer algo irreparable. Esperé a que me dijera algo, pero eligió quedarse callada. Me reí sarcásticamente en mi interior y me prendí un tabaco francés. El viento me complicó el encendido pero la primera bocanada de humo llegó con un nuevo llanto de su parte. Ella, Noemí lloró a cantaros, como una nena a la que le prohíben jugar con sus muñecas durante un lapso considerable de tiempo, yo por primera vez no supe que hacer. No quería abrazarla, tampoco sentía desprecio por ella, pero estaba enojado y quería escucharla hablar.

El viaje de vuelta al departamento fue un silencio atroz, podía escuchar a la perfección el ruido del motor y el silencio en su mirada. Cuando llegamos ella armó las valijas y se fue en el último micro con destino a La Plata sin dar ninguna explicación. Yo, mientras la veía alejarse por la ventana, sufrí el desencanto una vez más. Me tomé un whisky doble, me prendí un pucho y me reí, un alivio intensamente triste recorrió mi cuerpo, la risa se convirtió en llanto y me vi abrazado a la soledad. Ella, Noemí se fue y mientras buscaba una explicación a todo lo que había pasado lo volví a ver, el maldito murciélago sobrevolando el balcón, tan libre, tan sublime, tan despreocupado, tan solo. 

Ella, NoemíWhere stories live. Discover now